Tuesday, December 19, 2006

ANTOLOGIA DE LA "MINIFICCIÒN" PERUANA


Antología reúne “minificción” de autores peruanos
LIMA, Perú, oct 27 (Librusa) – Una selección de minitextos, desde el Inca Garcilaso de la Vega hasta escritores de recientes promociones, aparece reunida en “Breves, brevísimos. Antología de la minificción peruana”, publicada por el sello El Santo Oficio.
Editado por Giovanna Minardi, catedrática de la Universidad de Palermo, Italia, el libro “pretende dibujar un mapa aproximado de la producción minificcional en el Perú, para que el lector pueda ingresar en este campo tan poco conocido en su territorio nacional”, según indica un comunicado.
“Son textos escépticos, ambiguos, cáusticos, que utilizan con frecuencia la ironía, la paradoja, el ingenio y la recreación de cierta tradición oral y popular”, explica la nota.
De acuerdo con el prólogo de la propia Minardi, “los minitextos que componen este libro pueden clasificarse como: minicuentos que tienen una estructura lógica y secuencial, aunque no siempre presentan la estructura de los cuentos de extensión convencional, es decir que suelen concluir con una broma o con una paradoja”.
Los autores incluidos son Felipe Buendía, Carlos Eduardo Zavaleta, Jorge Díaz Herrera, Ana María Intili, Armando Arteaga, Isaac Goldemberg, Fernando Iwasaki, César Vallejo, Mario Guevara, José Adolph, Julio Ramón Ribeyro, José Beltrán, Abraham Valdelomar y Alfonso La Torre.
También figuran Ricardo Palma, Héctor Velarde, José María Arguedas, Lucía Fox, Carlos Meneses, Antonio Gálvez Ronceros, Luis Loayza, Arturo Corcuera, Antonio Cisneros, Julio Ortega, Elsa Vértiz, Guillermo Niño de Guzmán, Carlos Herrera, Patricia De Souza, Carlos Rengifo, Enrique Tamay y Grecia Cáceres.





Saturday, December 16, 2006

LAS PATALETAS DE UN POETA MENOR/ CARLOS RENGIFO

LAS PATALETAS DE UN POETA MENOR


Carlos Rengifo



Érase un poeta menor que se las daba de bacán, que creía ser el belcebú de una generación noventera, el heredero único de la palabra mal escrita, el plus ultra del verso de callejón.

Para él quedaban chicos los vallejos y los watanabes, a él no había que hablarle de minucias; su sola labia poética bastaba para dejar chiquitos hasta a los mismísimos Eguren y Martín Adán.

Su ego era tan elefantiásico que basureaba a quienes le decían que sus poemitas eran eso, simples poemitas, y andaba en busca de la gloria que, ¡desconsiderada!, le era esquiva, pero que algún día tenía que postrarse a sus pies.

Siempre supo que para llegar a tocar la punta del zapato de Rimbaud había que levantar la voz (aunque fuera desafinada); que había que hacer bulla, aunque en el fondo estuviera muriéndose de miedo ante sus falencias.

Tenía muy claro que si quería ser el mejor poeta de los noventa, no importaba serlo sino parecerlo. Así que pensó que si alzaba la frente, si maquinaba un rollo anarquista, si soltaba por ahí alguna habladuría que lo colocara en una posición de Heraud trasnochado, de Gonzalo Rose en abstinencia, era posible que los incrédulos se lo creyeran.

Pero todo aquello no era más que fanfarria, castillos en el aire, utilería de programa cómico, pues en su fuero interno el poeta menor sabía que no podía competir con los de su generación, que era poquita cosa al lado de los verdaderos poetas que sí escribían poesía y tenían algo que decir.

Entonces, para no quedarse atrás, para no sentirse inferior a los ybarras o ildefonsos, lo que hacía era pagar para salir editado, para aparecer orondo junto a los vates que lo acogían por compasión y a quienes, por supuesto, les invitaba las chelas en cantidades como muestra de su agradecimiento.

El poeta menor, pobre, estaba ciego, vivía en la fantasía, en la nebulosidad del error; no sabía ni sospechaba siquiera que quienes tomaban con él le hacían caso solo para no perderse las botellas (¡ni cojudos que fueran!) y que ninguno le diría sus verdades en su cara pelada porque sería demasiado penoso arrancarle la sonrisa de poeta triunfador.

Hasta que un día alguien le dijo su verdad y entonces el poeta menor empezó a patalear, se cojudeó, se le subió la presión, sus sueños de ser el primer poeta presidente de la República se iban al agua. ¡Pero cómo, si él era el Walt Whitman del barrio, el Verlaine de la esquina, la Gertrude Stein de la generación pepsi!

De modo que ipso facto empezó a escribir una carta de desagravio, todo es falso, una calumnia, el señor miente, oh, dios mío, me va a dar un síncope; la envidia, la mala leche, los «insultos» y adjetivos son producto de la plebe literaria que no entiende a los iluminados, de los nadie que quieren ser como él, oh, pobre poeta menor, todos están contra él.

Sin embargo, ahora se vuelven a confirmar muchas cosas y el poeta menor, a pesar de eso, debe estar disfrutando de lo lindo al ver que algunos, por fin, hablan de él; debe estar gozando de que hayan pisado el palito, la celada que arrojó para ver si le ligaba, y hayan hecho caso a una bagatela intragable e insufrible cuya finalidad se ve consumada.

Pero sus réplicas lo pintan de cuerpo entero, dejan ver lo caradura que puede ser alguien que lo pillan infraganti en su medianía y se hace el loco silbando para el otro lado. Y es tan mal lector, además, que ni siquiera sabe distinguir el sarcasmo de la ironía, la punzada de la sugerencia.

 


© Carlos Rengifo, 2006.