Thursday, December 23, 2010

UNA MUJER CUALQUIERA DE LA CALLE / Armando Arteaga


UNA MUJER CUALQUIERA DE LA CALLE

Por Armando Arteaga




Le dije a una mujer desconocida:

-Soy feliz. Mientes –me respondió-. Mientras se desnudaba.

-No me has probado todavía.

No sabes quién soy, ni qué te espera.

-Estoy harto de probar manjares. Volví la espalda.

Me eché sobre la cama. Encendí un cigarrillo. Y le dije: solo quiero conversar.

La mujer desconocida se echó a mi costado –desnuda- en silencio. Casi al filo de la cama. No volvió a decir una palabra en varios minutos. La mujer desconocida era una prostituta de la esquina de Paruro. La recuerdo como un ser dedichado.

Ella, sí era feliz, en esa ignorancia, de cabellos largos, que le ponen zancos a la vida para hacerla más bella, para dar consejos a los hombres solos y clausurados, que son sus clientes clandestinos y oscuros.

Fui yo, quien empezó nuevamente el dialogo. Me gusta el rogué de tu boca. Me gustan las ojeras de tus ojos. Me gustan tus zapatos rojos, y el escote obsceno de tu blusa negra. Y tu cartera negra de cuero.

Eres un loco apasionado –dijo-. Se levantó de la cama. Se fue hasta la mesa de noche que dormitaba en el rincón de la habitación, cogió el billete de veinte soles y se mandó a mudar por la destartalada puerta del pulguiento hotel Shong, de las inmediaciones de la calle Paruro, que desparramaba chinches por todas sus paredes de adobes viejos y pisos de maderas limpiadas con kerosene, llenas de amarillentas fotografías que son la melancolía del tiempo, puestas allí por algún maniático que coge su revolver y se va a matar, pero no puede, porque hay un impulso cobarde que todo se lo impide.

El hombre feliz sale también por la destartalada puerta del hotel pulguiento, baja las vejetes escaleras y se pierde por la calle nuevamente rumbo a la felicidad de una calle cualquiera, es un ser desdichado, un hombre más, dentro de la masa urbana que no perdona nada y que lo convierte en el punto final de este cuento negro, breve y policial, sin contendido de clase. Y que será leído, en otra clase, por atentos estudiantes que le aplicarán las teorías de Todorov para analizarlo y desmenuzarlo como si el tiempo fuera una merluza.

Y el hombre, siente todavía el aire de la calle en sus mejillas y en su nariz el olor de la mujer desconocida, y la prenda intima más anodina de esta mujer: su calzón, que se olvidó en el bolsillo del saco gris de lana, de este transeúnte fiel a su destino mediocre de empleado de la avaricia-pobre de no ser nada.

Solo es un hombre feliz (¿qué cuento?) llevando el calzón preciado, y blanco (inmaculado) de una mujer desconocida en el bolsillo derecho de su saco, y en el otro: ni un puto cobre, para más remedio.

Y aquí termina este cuento avant-garde, con ganas de convertirse en un nuevo filme del movimiento underground de estos anarcos cineastas, de esta inmensa ciudad de rascacielos (New York). Pero el hombre (¿de este cuento?) nunca podrá tocar las estrellas, y menos volverse a encontrar con aquella mujer desconocida, cuya foto ahora inunda las páginas amarillas de la primera plana, de todos los periódicos amarillos de esta ciudad lecorbusiana (fue asesinada ayer por algún desconocido) tan esquizofrénica que no me queda más tarea inútil que dejar de escribir. Y mandar al escritor a la campana. Y mandar al hombre feliz –a buena parte- de este rincón del box que es pelearse con la palabra, para solo decir que entre una puta triste y un poeta cualquiera: no hay más que la mísera distancia de veinte soles.

Y un sol perfecto, que se dispara por el nuevo día, de un hombre nuevo, que tal vez nunca cambie. Ni su billetera, ni su poema, de lanzarse imaginariamente por la ventana de la única oficina que da frente al Sheraton del Paseo de la República donde un nuevo Platón volverá a expulsar a los poetas.

Es una ciudad sudamericana (el escenario) buscada y encontrada. Como esta vida que expulsó a esta mujer desconocida que se desnudó frente a mí y ante el espejo de la nada,

-que tomó los veinte soles-, y se fue, con distanciamiento bretchiano, ante la caja negra, ante la cámara del joven cineasta, que sueña devolverle el feeling a la imagen –medio opaca- de este cuento latinoamericano: 5 minutos, entre la vida de una puta triste, callejera y un poeta cualquiera de alguna antología inconsecuente.

Que se mueran de envidia los tristes y que el payaso de tu soledad se vaya a la puta que lo parió. Aquí termina este cuento. Sin argumento que seguir contando. Y con mejor distancia visual, que me importa un bledo que Seymour Merton no incluya esta propuesta, ni en otras vanas, en su “antología del cuento latinoamericano”.

Ahora sí el cuento debe terminar. Y la mujer debe tener zapatos rojos.


Del libro:  "Los pobres diablos".





Thursday, December 09, 2010

SIGLO XX / ARMANDO ARTEAGA


SIGLO XX

Por Armando Arteaga



No me gustan las canciones

Hablando desde el fondo de la noche

Me gusta el piano con sonido de fonda

Los vientos, y las percusiones

Me han hecho la vida más grata

Un sonido metálico me ha deprimido

Llamándome la atención por la herrería

Hierro forjado de mil fuegos y canteras,

viejo hierro oxidado de la verja:

Es el otoño, hojas secas del otoño

Golpeando el borde de la acera, el acero

Con toda su danza, vanidad de estos días

No me gustan las canciones

hablando de cosas que parecen mentiras

de la vida, oboes tristes

me devuelven la calle.

Violines, novedades, noticias

desparramadas en el suelo.

Un hombre patea un violín por la calle.