Tuesday, July 26, 2011

Una biografía del libertador Simón Bolívar escrita por Karl Marx

KARL MARX:

BOLIVAR Y PONTE


1858
Una biografía del libertador Simón Bolívar escrita  por Karl Marx *


BOLÍVAR Y PONTE, Simón, el "Libertador" de Colombia, nació el 24 de julio de 1783 en Caracas y murió en San Pedro, cerca de Santa Marta, el 17 de diciembre de 1830. Descendía de una de las familias mantuanas, que en la época de la dominación española constituían la nobleza criolla en Venezuela.

Con arreglo a la costumbre de los americanos acaudalados de la época, se le envió Europa a la temprana edad de 14 años. De España pasó Francia y residió por espacio de algunos años en París. En 1802 se casó en Madrid y regresó a Venezuela, donde su esposa falleció repentinamente de fiebre amarilla. Tras este suceso se trasladó por segunda vez a Europa y asistió en 1804 a la coronación de Napoleón como emperador, hallándose presente, asimismo, cuando Bonaparte se ciñó la corona de hierro de Lombardía. En 1809 volvió a su patria y, pese a las instancias de su primo José Félix Ribas, rehusó adherirse a la revolución que estalló en Caracas el 19 de abril de 1810. Pero, con posterioridad a ese acontecimiento, aceptó la misión de ir a Londres para comprar armas y gestionar la protección del gobierno británico. El marqués de Wellesley, a la sazón ministro de relaciones exteriores, en apariencia le dio buena acogida, pero Bolívar no obtuvo más que la autorización de exportar armas abonándolas al contado y pagando fuertes derechos.

A su regreso de Londres se retiró a la vida privada, nuevamente, hasta que en septiembre de 1811 el general Miranda, por entonces comandante en jefe de las fuerzas insurrectas de mar y tierra, lo persuadió de que aceptara el rango de teniente coronel en el estado mayor y el mando de Puerto Cabello, la principal plaza fuerte de Venezuela. Cuando los prisioneros de guerra españoles, que Miranda enviaba regularmente a Puerto Cabello para tenerlos encerrados en la ciudadela, lograron atacar por sorpresa la guardia y la dominaron, apoderándose de la ciudadela, Bolívar, aunque los españoles estaban desarmados, mientras que él disponía de una fuerte guarnición y de un gran arsenal, se embarcó precipitadamente por la noche con ocho de sus oficiales, sin poner al tanto de lo que ocurría ni a sus propias tropas; arribó al amanecer a Guaira y se retiró a su hacienda de San Mateo. Cuando la guarnición se enteró de la huida de su comandante, abandonó en buen orden la plaza, que de inmediato ocuparon los españoles al mando de Monteverde.

Este acontecimiento inclinó la balanza a favor de España y forzó a Miranda a suscribir, el 26 de julio de 1812, por encargo del congreso, el tratado de La Victoria, que sometió nuevamente a Venezuela al dominio español. El 30 de julio llegó Miranda a La Guaira, con la intención embarcarse en una nave inglesa. Mientras visitaba al coronel Manuel María Casas, comandante de la plaza, se encontró con un grupo numeroso, en el que se contaban don Miguel Peña y Simón Bolívar, que lo convencieron de que se quedara, por lo menos una noche, en la residencia de Casas. A las dos de la madrugada, encontrándose Miranda profundamente dormido. Casas, Peña y Bolívar se introdujeron en su habitación con cuatro soldados armados, se apoderaron precavidamente de su espada y su pistola, lo despertaron y con rudeza le ordenaron que se levantara y vistiera, tras lo cual lo engrillaron y entregaron a Monteverde. El jefe español lo remitió a Cádiz, donde Miranda, encadenado, murió después de vanos años de cautiverio. Ese acto, para cuya justificación se recurrió al pretexto de que Miranda había traicionado a su país con la capitulación de La Victoria, valió a Bolívar el especial favor de Monteverde, a tal punto que cuando el primero le solicitó su pasaporte, el jefe español declaró: "Debe satisfacerse el pedido del coronel Bolívar, como recompensa al servicio prestado al rey de España con la entrega de Miranda".

Se autorizó así a Bolívar a que se embarcara con destino a Curazao, donde permaneció seis semanas. Después, en compañía de su primo Ribas, se trasladó a la pequeña república de Cartagena. Ya antes de su arribo habían huido a Cartagena gran cantidad de soldados, excombatientes a las órdenes del general Miranda. Ribas les propuso emprender una expedición contra los españoles en Venezuela y reconocer a Bolívar como comandante en jefe. La primera propuesta recibió una acogida entusiasta; la segunda fue resistida, aunque finalmente accedieron, a condición de que Ribas fuera el lugarteniente de Bolívar. Manuel Rodríguez Torices, el presidente de la república de Cartagena, agregó a los 300 soldados así reclutados para Bolívar otros 500 hombres al mando de su primo Manuel Castillo. La expedición partió a comienzos de enero de 1813. Habiéndose producido rozamientos entre Bolívar y Castillo respecto a quién tenía el mando supremo, el segundo se retiró súbitamente con sus granaderos. Bolívar, por su parte, propuso seguir el ejemplo de Castillo y regresar a Cartagena, pero al final Ribas pudo persuadirlo de que al menos prosiguiera en su ruta hasta Bogotá, en donde a la sazón tenía su sede el Congreso de Nueva Granada. Fueron allí muy bien acogidos, se les apoyó de mil maneras y el congreso los ascendió al rango de generales.

Tras dividir su pequeño ejército en dos columnas, marcharon por distintos caminos hacia Caracas. Cuanto más avanzaban, tanto más refuerzos recibían; los crueles excesos de los españoles hacían las veces, en todas partes, de reclutadores para el ejército independentista. La capacidad de resistencia de los españoles estaba quebrantada, de un lado porque las tres cuartas partes de su ejército se componían de nativos, que en cada encuentro se pasaban al enemigo; del otro debido a la cobardía de generales tales como Tízcar, Cajigal y Fierro, que a la menor oportunidad abandonaban a sus propias tropas. De tal suerte ocurrió que Santiago Marino, un joven sin formación, logró expulsar de las provincias de Cumaná y Barcelona a los españoles, al mismo tiempo que Bolívar ganaba terreno en las provincias occidentales. La única resistencia seria la opusieron los españoles a la columna de Ribas, quien no obstante derrotó al general Monteverde en Los Taguanes y lo obligó a encerrarse en Puerto Cabello con el resto de sus tropas.

Cuando el gobernador de Caracas, general Fierro, tuvo noticias de que se acercaba Bolívar, le envió parlamentarios para ofrecerle una capitulación, la cual se firmó en La Victoria. Pero Fierro, invadido por un pánico repentino y sin aguardar el regreso de sus propios emisarios, huyó secretamente por la noche y dejó a más de 1.500 españoles librados a la merced del enemigo. A Bolívar se le tributó entonces una entrada apoteósica. De pie, en un carro de triunfo, que arrastraban doce damiselas vestidas de blanco y ataviadas con los colores nacionales, elegidas todas ellas entre las mejores familias caraqueñas, Bolívar, la cabeza descubierta y agitando un bastoncillo en la mano, fue llevado en una media hora desde la entrada la ciudad hasta su residencia. Se proclamó "Dictador y Libertador de las Provincias Occidentales de Venezuela" (Marino había adoptado el título de "Dictador de las Provincias Orientales"), creó la "Orden del Libertador", formó un cuerpo de tropas escogidas a las que denominó guardia de corps y se rodeó de la pompa propia de una corte. Pero, como la mayoría de sus compatriotas, era incapaz de todo esfuerzo de largo aliento y su dictadura degeneró pronto en una anarquía militar, en la cual los asuntos más importantes quedaban en manos de favoritos que arruinaban las finanzas públicas y recurrían luego a medios odiosos para reorganizarlas. De este modo el novel entusiasmo popular se transformó en descontento, y las dispersas fuerzas del enemigo dispusieron de tiempo para rehacerse.

Mientras que a comienzos de agosto de 1813 Monteverde estaba encerrado en la fortaleza de Puerto Cabello y al ejército español sólo le quedaba una angosta faja de tierra en el noroeste de Venezuela, apenas tres meses después el Libertador había perdido su prestigio y Caracas se hallaba amenazada por la súbita aparición en sus cercanías de los españoles victoriosos, al mando de Boves. Para fortalecer su poder tambaleante Bolívar reunió, el I de enero de 1814, una junta constituida por los vecinos caraqueños más influyentes y les manifestó que no deseaba soportar más tiempo el fardo de la dictadura. Hurtado de Mendoza, por su parte, fundamentó en un prolongado discurso "la necesidad de que el poder supremo se mantuviese en las manos del general Bolívar hasta que el Congreso de Nueva Granada pudiera reunirse y Venezuela unificarse bajo un solo gobierno". Se aprobó esta propuesta y, de tal modo, la dictadura recibió una sanción legal.

Durante algún tiempo se prosiguió la guerra contra los españoles, bajo la forma de escaramuzas, sin que ninguno de los contrincantes obtuviera ventajas decisivas. En junio de 1814 Boves, tras concentrar sus tropas, marchó de Calabozo hasta La Puerta, donde los dos dictadores, Bolívar y Marino, habían combinado sus fuerzas. Boves las encontró allí y ordenó a sus unidades que las atacaran sin dilación. Tras una breve resistencia. Bolívar huyó a Caracas, mientras que Marino se escabullía hacia Cumaná. Puerto Cabello y Valencia cayeron en las manos de Boves, que destacó dos columnas (una de ellas al mando del coronel González) rumbo a Caracas, por distintas rutas. Ribas intentó en vano contener el avance de González.

Tras la rendición de Caracas a este jefe. Bolívar evacuó a La Guaira, ordenó a los barcos surtos en el puerto que zarparan para Cumaná y se retiró con el resto de sus tropas hacia Barcelona. Tras la derrota que Boves infligió a los insurrectos en Arguita, el 8 de agosto de 1814, Bolívar abandonó furtivamente a sus tropas, esa misma noche, para dirigirse apresuradamente y por atajos hacia Cumaná, donde pese a las airadas protestas de Ribas se embarcó de inmediato en el Bianchi, junto con Marino y otros oficiales. Si Ribas, Páez y los demás generales hubieran seguido a los dictadores en su fuga, todo se habría perdido.

Tratados como desertores a su arribo a Juan Griego, isla Margarita, por el general Arismendi, quien les exigió que partieran, levaron anclas nuevamente hacia Carúpano, donde, habiéndolos recibido de manera análoga el coronel Bermúdez, se hicieron a la mar rumbo a Cartagena. Allí a fin de cohonestar su huida, publicaron una memoria de justificación, henchida de frases altisonantes.

Habiéndose sumado Bolívar a una conspiración para derrocar al gobierno de Cartagena, tuvo que abandonar esa pequeña república y seguir viaje hacia Tunja, donde estaba reunido el Congreso de la República Federal de Nueva Granada. La provincia de Cundinamarca, en ese entonces, estaba a la cabeza de las provincias independientes que se negaban a suscribir el acuerdo federal neogranadino, mientras que Quito, Pasto, Santa Marta y otras provincias todavía se hallaban en manos de los españoles. Bolívar, que llegó el 22 de noviembre de 1814 a Tunja, fue designado por el congreso comandante en jefe de las fuerzas armadas federales y recibió la doble misión de obligar al presidente de la provincia de Cundinamarca a que reconociera la autoridad del congreso y de marchar luego sobre Santa Marta, el único puerto de mar fortificado granadino aún en manos de los españoles. No presentó dificultades el cumplimiento del primer cometido, puesto que Bogotá, la capital de la provincia desafecta, carecía de fortificaciones. Aunque la ciudad había capitulado. Bolívar permitió a sus soldados que durante 48 horas la saquearan. En Santa Marta el general español Montalvo, disponía tan sólo de una débil guarnición de 200 hombres y de una plaza fuerte en pésimas condiciones defensivas, tenía apalabrado ya un barco francés para asegurar su propia huida; los vecinos, por su parte, enviaron un mensaje a Bolívar participándole que, no bien apareciera, abrirían las puertas de la ciudad y expulsarían a la guarnición. Pero en vez de marchar contra los españoles de Santa Marta, tal como se lo había ordenado el congreso. Bolívar se dejó arrastrar por su encono contra Castillo, el comandante de Cartagena, y actuando por su propia cuenta condujo sus tropas contra esta última ciudad, parte integral de la República Federal.

Rechazado, acampó en La Popa, un cerro situado aproximadamente a tiro de cañón de Cartagena. Por toda batería emplazó un pequeño cañón, contra una fortaleza artillada con unas 80 piezas. Pasó luego del asedio al bloqueo, que duró hasta comienzos de mayo, sin más resultado que la disminución de sus efectivos, por deserción o enfermedad, de 2.400 a 700 hombres. En el ínterin una gran expedición española comandada por el general Morillo y procedente de Cádiz había arribado a la isla Margarita, el 25 de marzo de 1815. Morillo destacó de inmediato poderosos refuerzos a Santa Marta y poco después sus fuerzas se adueñaron de Cartagena.

Previamente, empero, el 10 de mayo 1815, Bolívar se había embarcado con una docena de oficiales en un bergantín artillado, de bandera británica, rumbo a Jamaica. Una vez llegado a este punto de refugio publicó una nueva proclama, en la que se presentaba como la víctima de alguna facción o enemigo secreto y defendía su fuga ante los españoles como si se tratara de una renuncia al mando, efectuada en aras de la paz pública.

Durante su estancia de ocho meses en Kingston, los generales que había dejado en Venezuela y el general Arismendi en la isla Margarita presentaron una tenaz resistencia a las armas españolas. Pero después que Ribas, a quién Bolívar debía su renombre, cayera fusilado por los españoles tras la toma de Maturín, ocupó su lugar un hombre de condiciones militares aun más relevantes. No pudiendo desempeñar, por su calidad de extranjero, un papel autónomo en la revolución sudamericana, este hombre decidió entrar al servicio de Bolívar. Se trataba de Luis Brion. Para prestar auxilios a los revolucionarios se había hecho a la mar en Londres, rumbo a Cartagena, con una corbeta de 24 cañones, equipada en gran parte a sus propias expensas y cargada con 14.000 fusiles y una gran cantidad de otros pertrechos. Habiendo llegado demasiado tarde y no pudiendo ser útil a los rebeldes, puso proa hacia Los Cayos, en Haití, adonde muchos emigrados patriotas habían huido tras la capitulación de Cartagena. Entretanto Bolívar se había trasladado también a Puerto Príncipe donde, a cambio de su promesa de liberar a los esclavos, el presidente haitiano Pétion le ofreció un cuantioso apoyo material para una nueva expedición contra los españoles de Venezuela. En Los Cayos se encontró con Brion y los otros emigrados y en una junta general se propuso a sí mismo como jefe de la nueva expedición, bajo la condición de que, hasta la convocatoria de un congreso general, él reuniría en sus manos los poderes civil y militar. Habiendo aceptado la mayoría esa condición, los expedicionarios se hicieron a la mar el 16 de abril de 1816 con Bolívar como comandante y Brion en calidad de almirante. En Margarita, Bolívar logró ganar para su causa a Arismendi, el comandante de la isla, que había rechazado a los españoles a tal punto que a éstos sólo les restaba un único punto de apoyo, Pampatar. Con la formal promesa de Bolívar de convocar un congreso nacional en Venezuela tan pronto como se hubiera hecho dueño del país, Arismendi hizo reunir una junta en la catedral de Villa del Norte y proclamó públicamente a Bolívar jefe supremo de las repúblicas de Venezuela y Nueva Granada.

El 31 de mayo de 1816 desembarcó Bolívar en Carúpano, pero no se atrevió a impedir que Marino y Piar se apartaran de él y efectuaran, por su propia cuenta, una campaña contra Cumaná. Debilitado por esta separación y siguiendo los consejos de Brion se hizo a la vela rumbo a Ocumare [de la Costa], adonde arribó el 3 de julio de 1816 con 13 barcos, de los cuales sólo 7 estaban artillados. Su ejército se componía tan sólo de 650 hombres, que aumentaron a 800 por el reclutamiento de negros, cuya liberación había proclamado. En Ocumare difundió un nuevo manifiesto, en el que prometía "exterminar a los tiranos" y "convocar al pueblo para que designe sus diputados al congreso". Al avanzar en dirección a Valencia, se topó, no lejos de Ocumare, con el general español Morales, a la cabeza de unos 200 soldados y 100 milicianos. Cuando los cazadores de Morales dispersaron la vanguardia de Bolívar, éste, según un testigo ocular, perdió "toda presencia de ánimo y sin pronunciar palabra, en un santiamén volvió grupas y huyó a rienda suelta hacia Ocumare, atravesó el pueblo a toda carrera, llegó a la bahía cercana, saltó del caballo, se introdujo en un bote y subió a bordo del Diana, dando orden a toda la escuadra de que lo siguiera a la pequeña isla de Bonaire y dejando a todos sus compañeros privados del menor auxilio". Los reproches y exhortaciones de Brion lo indujeron a reunirse con los demás jefes en la costa de Cumaná; no obstante, como lo recibieron inamistosamente y Piar lo amenazó con someterlo a un consejo de guerra por deserción y cobardía, sin tardanza volvió a partir rumbo a Los Cayos.

Tras meses y meses de esfuerzos, Brion logró finalmente persuadir a la mayoría de los jefes militares venezolanos (que sentían la necesidad de que hubiera un centro, aunque simplemente fuese nominal) de que llamaran una vez más a Bolívar como comandante en jefe, bajo la condición expresa de que convocaría al congreso y no se inmiscuiría en la administración civil. El 31 de diciembre de 1816 Bolívar arribó a Barcelona con las armas, municiones y pertrechos proporcionados por Pétion. El 2 de enero de 1817 se le sumó Arismendi, y el día 4 Bolívar proclamó la ley marcial y,anunció que todos los poderes estaban en sus manos. Pero 5 días después Arismendi sufrió un descalabro en una emboscada que le tendieran los españoles, y el dictador huyó a Barcelona. Las tropas se concentraron nuevamente en esa localidad, adonde Brion le envió tanto armas como nuevos refuerzos, de tal suerte que pronto Bolívar dispuso de una nueva fuerza de 1.100 hombres. El 5 de abril los españoles tomaron la ciudad de Barcelona, y las tropas de los patriotas se replegaron hacia la Casa de la Misericordia, un edificio sito en las afueras. Por orden de Bolívar se cavaron algunas trincheras, pero de manera inapropiada para defender contra un ataque serio una guarnición de 1.000 hombres. Bolívar abandonó la posición en la noche del 5 de abril, tras comunicar al coronel Freites, en quien delegó el mando, que buscaría tropas de refresco y volvería a la brevedad. Freites rechazó un ofrecimiento de capitulación, confiado en la promesa, y después del asalto fue degollado por los españoles, al igual que toda la guarnición.

Piar, un hombre de color, originario de Curazao, concibió y puso en práctica la conquista de la Guayana, a cuyo efecto el almirante Brion lo apoyó con sus cañoneras. El 20 de julio, ya liberado de los españoles todo el territorio, Piar, Brion, Zea, Marino, Arismendi y otros convocaron en Angostura un congreso de las provincias y pusieron al frente del Ejecutivo un triunvirato; Brion, que detestaba a Piar y se interesaba profundamente por Bolívar, ya que en el éxito del mismo había puesto en juego su gran fortuna personal, logró que se designase al último como miembro del triunvirato, pese a que no se hallaba presente. Al enterarse de ello Bolívar, abandonó su refugio y se presentó en Angostura, donde, alentado por Brion, disolvió el congreso y el triunvirato y los remplazó por un "Consejo Supremo de la Nación", del que se nombró jefe, mientras que Brion y Francisco Antonio Zea quedaron al frente, el primero de la sección militar y el segundo de la sección política. Sin embargo Piar, el conquistador de Guayana, que otrora había amenazado con someter a Bolívar ante un consejo de guerra por deserción, no escatimaba sarcasmos contra el "Napoleón de las retiradas", y Bolívar aprobó por ello un plan para eliminarlo.

Bajo las falsas imputaciones de haber conspirado contra los blancos, atentado contra la vida de Bolívar y aspirado al poder supremo. Piar fue llevado ante un consejo de guerra presidido por Brion y, condenado a muerte, se le fusiló el 16 de octubre de 1817. Su muerte llenó a Marino de pavor. Plenamente consciente de su propia insignificancia al hallarse privado del concurso de Piar, Marino, en una carta abyectísima, calumnió públicamente a su amigo victimado, se dolió de su propia rivalidad con el Libertador y apeló a la inagotable magnanimidad de Bolívar.

Bolivar.

La conquista de la Guayana por Piar había dado un vuelco total a la situación, en favor de los patriotas, pues esta provincia sola les proporcionaba más recursos que las otras siete provincias venezolanas juntas. De ahí que todo el mundo confiara en que la nueva campaña anunciada por Bolívar en una flamante proclama conduciría a la expulsión definitiva de los españoles. Ese primer boletín, según el cual unas pequeñas partidas españolas que forrajeaban al retirarse de Calabozo eran "ejércitos que huían ante nuestras tropas victoriosas", no tenía por objetivo disipar tales esperanzas. Para hacer frente a 4.000 españoles, que Morillo aún no había podido concentrar, disponía Bolívar de más de 9.000 hombres, bien armados y equipados, abundantemente provistos con todo lo necesario para la guerra. No obstante, a fines de mayo de 1818 Bolívar había perdido unas doce batallas y todas las provincias situadas al norte del Orinoco. Como dispersaba sus fuerzas, numéricamente superiores, éstas siempre eran batidas por separado. Bolívar dejó la dirección de la guerra en manos de Páez y sus demás subordinados y se retiró a Angostura. A una defección seguía la otra, y todo parecía encaminarse a un descalabro total.

En ese momento extremadamente crítico, una conjunción de sucesos afortunados modificó nuevamente el curso de las cosas. En Angostura Bolívar encontró a Santander, natural de Nueva Granada, quien le solicitó elementos para una invasión a ese territorio, ya que la población local estaba pronta para alzarse en masa contra los españoles. Bolívar satisfizo hasta cierto punto esa petición. En el ínterin, llegó de Inglaterra una fuerte ayuda bajo la forma de hombres, buques y municiones, y oficiales ingleses, franceses, alemanes y polacos afluyeron de todas partes a Angostura. Finalmente, el doctor [Juan] Germán Roscio, consternado por la estrella declinante de la revolución sudamericana, hizo su entrada en escena, logró el valimiento de Bolívar y lo indujo a convocar, para el 15 de febrero de 1819, un congreso nacional, cuya sola mención demostró ser suficientemente poderosa para poner en pie un nuevo ejército de aproximadamente 14.000 hombres, con lo cual Bolívar pudo pasar nuevamente a la ofensiva.

Los oficiales extranjeros le aconsejaron diera a entender que proyectaba un ataque contra Caracas para liberar a Venezuela del yugo español, induciendo así a Morillo a retirar sus fuerzas de Nueva Granada y concentrarlas para la defensa de aquel país, tras lo cual Bolívar debía volverse súbitamente hacia el oeste, unirse a las guerrillas de

Santander y marchar sobre Bogotá. Para ejecutar ese plan. Bolívar salió el 24 de febrero de 1819 de Angostura, después de designar a Zea presidente del congreso y vicepresidente de la república durante su ausencia. Gracias a las maniobras de Páez, los revolucionarios batieron a Morillo y La Torre en Achaguas, y los habrían aniquilado completamente si Bolívar hubiese sumado sus tropas a las de Páez y Marino. De todos modos, las victorias de Páez dieron por resultado la ocupación de la provincia de Barinas, quedando expedita así la ruta hacia Nueva Granada. Como aquí todo estaba preparado por Santander, las tropas extranjeras, compuestas fundamentalmente por ingleses, decidieron el destino de Nueva Granada merced a las victorias sucesivas alcanzadas el 1 y 23 de julio y el 7 de agosto en la provincia de Tunja. El 12 de agosto Bolívar entró triunfalmente a Bogotá, mientras que los españoles, contra los cuales se habían sublevado todas las provincias de Nueva Granada, se atrincheraban en la ciudad fortificada de Mompós.

Tras dejar en funciones al congreso granadino y al general Santander como comandante en jefe Bolívar marchó hacia Pamplona, donde pasó más de dos meses en festejos y saraos. El 3 de noviembre llego a Mantecal, Venezuela, punto que había fijado a los jefes patriotas para que se le reunieran con sus tropas Con un tesoro de unos 2.000.000 de dólares, obtenidos de los habitantes de Nueva Granada mediante contribuciones forzosas, y disponiendo de una fuerza de aproximadamente 9.000 hombres, un tercio de los cuales eran ingleses, irlandeses, hanoverianos y otros extranjeros bien disciplinados, Bolívar debía hacer frente a un enemigo privado de toda clase de recursos, cuyos efectivos se reducían a 4.500 hombres, las dos terceras partes de los cuales, además, eran nativos y mal podían, por ende, inspirar confianza a los españoles. Habiéndose retirado Morillo de San Femando de Apure en dirección a San Carlos, Bolívar lo persiguió hasta Calabozo, de modo que ambos estados mayores enemigos se encontraban apenas a dos días de marcha el uno del otro. Si Bolívar hubiese avanzado con resolución, sus solas tropas europeas habrían bastado para aniquilar a los españoles. Pero prefirió prolongar la guerra cinco años más.

En octubre de 1819 el congreso de Angostura había forzado a renunciar a Zea, designado por Bolívar, y elegido en su lugar a Arismendi. No bien recibió esta noticia. Bolívar marchó con su legión extranjera sobre Angostura, tomó desprevenido a Arismendi, cuya fuerza se reducía a 600 nativos, lo deportó la isla Margarita e invistió nuevamente a Zea en su cargo y dignidades. El doctor Roscio, que había fascinado a Bolívar con las perspectivas de un poder central, lo persuadió de que proclamara a Nueva Granada y Venezuela como "República de Colombia", promulgase una constitución para el nuevo estado - redactada por Roscio- y permitiera la instalación de un congreso común para ambos países. El 20 de enero de 1820 Bolívar se encontraba de regreso en San Fernando de Apure. El súbito retiro de su legión extranjera, más temida por los españoles que un número diez veces mayor de colombianos, brindó a Morillo una nueva oportunidad de concentrar refuerzos. Por otra parte, la noticia de que una poderosa expedición a las órdenes de 0'Donnell estaba a punto de partir de la Península, levantó los decaídos ánimos del partido español. A pesar de que disponía de fuerzas holgadamente superiores, Bolívar se las arregló para no conseguir nada durante la campaña de 1820. Entretanto llegó de Europa la noticia de que la revolución en la isla de León había puesto violento fin a la programada expedición de 0'Donnell. En Nueva Granada, 15 de las 22 provincias se habían adherido al gobierno de Colombia, y a los españoles sólo les restaban la fortaleza de Cartagena y el istmo de Panamá.

En Venezuela, 6 de las 8 provincias se sometieron a las leyes colombianas. Tal era el estado de cosas cuando Bolívar se dejó seducir por Morillo y entró con él en tratativas que tuvieron por resultado, el 25 de noviembre de 1820, la concertación del convenio de Trujillo, por el que se establecía una tregua de seis meses. En el acuerdo de armisticio no figuraba una sola mención siquiera a la República de Colombia, pese a que el congreso había prohibido, a texto expreso, la conclusión de ningún acuerdo con el jefe español si éste no reconocía previamente la independencia de la república.

El 17 de diciembre. Morillo, ansioso de desempeñar un papel en España, se embarcó en Puerto Cabello y delegó el mando supremo en Miguel de Latorre; el 10 de marzo de 1821 Bolívar escribió a Latorre participándole que las hostilidades se reiniciarían al término de un plazo de 30 días. Los españoles ocupaban una sólida posición en Carabobo, una aldea situada aproximadamente a mitad de camino entre San Carlos y Valencia; pero en vez de reunir allí todas sus fuerzas, Latorre sólo había concentrado su primera división, 2.500 infantes y unos 1.500 jinetes, mientras que Bolívar disponía aproximadamente de 6.000 infantes, entre ellos la legión británica, integrada por 1.100 hombres, y 3.000 llaneros a caballo bajo el mando de Páez. La posición del enemigo le pareció tan imponente a Bolívar, que propuso a su consejo de guerra la concertación de una nueva tregua, idea que, sin embargo, rechazaron sus subalternos. A la cabeza de una columna constituida fundamentalmente por la legión británica, Páez, siguiendo un atajo, envolvió el ala derecha del enemigo; ante la airosa ejecución de esa maniobra, Latorre fue el primero de los españoles en huir a rienda suelta, no deteniéndose hasta llegar a Puerto Cabello, donde se encerró con el resto de sus tropas. Un rápido avance del ejército victorioso hubiera producido, inevitablemente, la rendición de Puerto Cabello, pero Bolívar perdió su tiempo haciéndose homenajear en Valencia y Caracas. El 21 de septiembre de 1821 la gran fortaleza de Cartagena capituló ante Santander. Los últimos hechos de armas en Venezuela -el combate naval de Maracaibo en agosto de 1823 y la forzada rendición de Puerto Cabello en julio de 1824- fueron ambos la obra de Padilla.

La revolución en la isla de León, que hizo imposible la partida de la expedición de 0'Donnell, y el concurso de la legión británica, habían volcado evidentemente la situación a favor de los colombianos. El Congreso de Colombia inauguró sus sesiones en enero de 1821 en Cúcuta; el 30 de agosto promulgó la nueva constitución y, habiendo amenazado Bolívar una vez más con renunciar, prorrogó los plenos poderes del Libertador. Una vez que éste hubo firmado la nueva carta constitucional, el congreso lo autorizó a emprender la campaña de Quito (1822), adonde se habían retirado los españoles tras ser desalojados del istmo de Panamá por un levantamiento general de la población. Esta campaña, que finalizó con la incorporación de Quito, Pasto y Guayaquil a Colombia, se efectuó bajo la dirección nominal de Bolívar y el general Sucre, pero los pocos éxitos alcanzados por el cuerpo de ejército se debieron íntegramente a los oficiales británicos, y en particular al coronel Sands. Durante las campañas contra los españoles en el Bajo y el Alto Perú (1823-1824) Bolívar ya no consideró necesario representar el papel de comandante en jefe, sino que delegó en el general Sucre la conducción de la cosa militar y restringió sus actividades a las entradas triunfales, los manifiestos y la proclamación de constituciones. Mediante su guardia de corps colombiana manipuló las decisiones del Congreso de Lima, que el 10 de febrero de 1823 le encomendó la dictadura; gracias a un nuevo simulacro de renuncia. Bolívar se aseguró la reelección como presidente de Colombia.

Mientras tanto su posición se había fortalecido, en parte con el reconocimiento oficial del nuevo estado por Inglaterra, en parte por la conquista de las provincias altoperuanas por Sucre, quién unificó a las últimas en una república independiente, la de Bolivia. En este país, sometido a las bayonetas de Sucre, Bolívar dio curso libre a sus tendencias al despotismo y proclamó el Código Boliviano, remedo del Code Napoleón. Proyectaba trasplantar ese código de Bolivia al Perú, y de éste a Colombia, y mantener a raya a los dos primeros estados por medio de tropas colombianas, y al último mediante la legión extranjera y soldados peruanos. Valiéndose de la violencia, pero también de la intriga, de hecho logró imponer, aunque tan sólo por unas pocas semanas, su código al Perú. Como presidente y libertador de Colombia, protector y dictador del Perú y padrino de Bolivia, había alcanzado la cúspide de su gloria. Pero en Colombia había surgido un serio antagonismo entre los centralistas, o bolivistas, y los federalistas, denominación esta última bajo la cual los enemigos de la anarquía militar se habían asociado a los rivales militares de Bolívar. Cuando el Congreso de Colombia, a instancias de Bolívar, formuló una acusación contra Páez, vicepresidente de Venezuela, el último respondió con una revuelta abierta, que contaba secretamente con el apoyo y aliento del propio Bolívar; éste, en efecto, necesitaba sublevaciones como pretexto para abolir la constitución y reimplantar la dictadura.

A su regreso del Perú, Bolívar trajo, además de su guardia de corps, 1.800 soldados peruanos, presuntamente para combatir a los federalistas alzados. Pero al encontrarse con Páez en Puerto Cabello no sólo lo confirmó como máxima autoridad en Venezuela, no sólo proclamó la amnistía para los rebeldes, sino que tomó partido abiertamente por ellos y vituperó a los defensores de la constitución; el decreto del 23 de noviembre de 1826, promulgado en Bogotá, le concedió poderes dictatoriales.

En el año 1826, cuando su poder comenzaba a declinar, logró reunir un congreso en Panamá, con el objeto aparente de aprobar un nuevo código democrático internacional. Llegaron plenipotenciarios de Colombia, Brasil, La Plata, Bolivia, México, Guatemala, etc. La intención real de Bolívar era unificar a toda América del Sur en una república federal, cuyo dictador quería ser él mismo. Mientras daba así amplio vuelo a sus sueños de ligar medio mundo a su nombre, el poder efectivo se le escurría rápidamente de las manos. Las tropas colombianas destacadas en el Perú, al tener noticia de los preparativos que efectuaba Bolívar para introducir el Código Boliviano, desencadenaron una violenta insurrección. Los peruanos eligieron al general La Mar presidente de su república, ayudaron a los bolivianos a expulsar del país las tropas colombianas y emprendieron incluso una victoriosa guerra contra Colombia, finalizada por un tratado que redujo a este país a sus límites primitivos, estableció la igualdad de ambos países y separó las deudas públicas de uno y otro. La Convención de Ocaña, convocada por Bolívar para reformar la constitución de modo que su poder no encontrara trabas, se inauguró el 2 de marzo de 1828 con la lectura de un mensaje cuidadosamente redactado, en el que se realzaba la necesidad de otorgar nuevos poderes al ejecutivo.

Habiéndose evidenciado, sin embargo, que el proyecto de reforma constitucional diferiría esencialmente del previsto en un principio, los amigos de Bolívar abandonaron la convención dejándola sin quórum, con lo cual las actividades de la asamblea tocaron a su fin. Bolívar, desde una casa de campo situada a algunas millas de Ocaña, publicó un nuevo manifiesto en el que pretendía estar irritado con los pasos dados por sus partidarios, pero al mismo tiempo atacaba al congreso, exhortaba a las provincias a que adoptaran medidas extraordinarias y se declaraba dispuesto a tomar sobre sí la carga del poder si ésta recaía en sus hombros. Bajo la presión de sus bayonetas, cabildos abiertos reunidos en Caracas, Cartagena y Bogotá, adonde se había trasladado Bolívar, lo invisteron nuevamente con los poderes dictatoriales. Una intentona de asesinarlo en su propio dormitorio en Bogotá, de la cual se salvó sólo porque saltó de un balcón en plena noche y permaneció agazapado bajo un puente, le permitió ejercer durante algún tiempo una especie de terror militar. Bolívar, sin embargo, se guardó de poner la mano sobre Santander, pese a que éste había participado en la conjura, mientras que hizo matar al general Padilla, cuya culpabilidad no había sido demostrada en absoluto, pero que por ser hombre de color no podía ofrecer resistencia alguna. En 1829, la encarnizada lucha de las facciones desgarraba a la república y Bolívar, en un nuevo llamado a la ciudadanía, la exhortó a expresar sin cortapisas sus deseos en lo tocante a posibles modificaciones de la constitución. Como respuesta a ese manifiesto, una asamblea de notables reunida en Caracas le reprochó públicamente su ambiciones, puso al descubierto las deficiencias de gobierno, proclamó la separación de Venezuela con respecto a Colombia y colocó al frente de la primera al general Páez. El Senado de Colombia respaldó a Bolívar, pero nuevas insurrecciones estallaron en diversos lugares.

Tras haber dimitido por quinta vez, en enero de 1830 Bolívar aceptó de nuevo la presidencia y abandonó Bogotá para guerrear contra Páez en nombre del congreso colombiano. A fines de marzo de 1830 avanzó a la cabeza de 8.000 hombres, tomó Caracuta, que se había sublevado, y se dirigió hacia la provincia de Maracaibo, donde Páez lo esperaba con 12.000 hombres en una fuerte posición. No bien Bolívar se enteró de que Páez proyectaba combatir seriamente, flaqueó su valor. Por un instante, incluso, pensó someterse a Páez y pronunciarse contra el congreso. Pero decreció el ascendiente de sus partidarios en ese cuerpo y Bolívar se vio obligado a presentar su dimisión ya que se le dio a entender que esta vez tendría que atenerse a su palabra y que, a condición de que se retirara al extranjero, se le concedería una pensión anual. El 27 de abril de 1830, por consiguiente, presentó su renuncia ante el congreso. Con la esperanza, sin embargo, de recuperar el poder gracias a la influencia de sus adeptos, y debido a que se había iniciado un movimiento de reacción contra Joaquín Mosquera, el nuevo presidente de Colombia, Bolívar fue postergando su partida de Bogotá y se las ingenió para prolongar su estancia en San Pedro hasta fines de 1830, momento en que falleció repentinamente.

Ducoudray-Holstein nos ha dejado de Bolívar el siguiente retrato: "Simón Bolívar mide cinco pies y cuatro pulgadas de estatura, su rostro es enjuto, de mejilla hundidas, y su tez pardusca y lívida; los ojos, ni grandes ni pequeños, se hunden profundamente en las órbitas; su cabello es ralo. El bigote le da un aspecto sombrío y feroz, particularmente cuando se irrita. Todo su cuerpo es flaco y descarnado. Su aspecto es el de un hombre de 65 años. Al caminar agita incesantemente los brazos. No puede andar mucho a pie y se fatiga pronto. Le agrada tenderse o sentarse en la hamaca. Tiene frecuentes y súbitos arrebatos de ira, y entonces se pone como loco, se arroja en la hamaca y se desata en improperios y maldiciones contra cuantos le rodean. Le gusta proferir sarcasmos contra los ausentes, no lee más que literatura francesa de carácter liviano, es un jinete consumado y baila valses con pasión. Le agrada oírse hablar, y pronunciar brindis le deleita. En la adversidad, y cuando está privado de ayuda exterior, resulta completamente exento de pasiones y arranques temperamentales. Entonces se vuelve apacible, paciente, afable y hasta humilde. Oculta magistralmente sus defectos bajo la urbanidad de un hombre educado en el llamado beau monde, posee un talento casi asiático para el disimulo y conoce mucho mejor a los hombres que la mayor parte de sus compatriotas." Por un decreto del Congreso de Nueva Granada, los restos mortales de Bolívar fueron trasladados en 1842 a Caracas, donde se erigió un monumento a su memoria.

- - - - -
Marx.

Véase: Histoire de Bolivar par Gén. Ducoudray-Holstein, continue jusqu'á sa mort par Alphonse Viollet (Paris, 1831); Memoirs of Gen. John Miller (in the service of the Republic of Peru; Col. Hippisley's Account of his Journey to the Orinoco (London, 1819).

* Artículo publicado en el tomo III de The New American Cyclopedia. Escrito en enero de 1858. Apareció en la edición alemana de MEW, t. XIV, pp. 217-231. Digitalizado para MIA-Sección en Español por Juan R. Fajardo, y transcrito a HTML por Juan R. Fajardo, febrero de 1999.





 

Sunday, July 24, 2011

GRAU / POR MANUEL GONZÁLEZ PRADA


A 177 AÑOS DE SU NACIMIENTO

GRAU

Por Manuel González Prada


I


Épocas hai en que todo un pueblo se personifica en un solo individuo: Grecia en Alejandro, Roma en César, España en Carlos V, Inglaterra en Cromwell, Francia en Napoleón, América en Bolívar. El Perú en 1879 no era Prado, La Puerta ni Piérola, era Grau.



Cuando el Huáscar zarpaba de algún puerto en busca de aventuras, siempre arriesgadas, aunque a veces infructuosas, todos volvían los ojos al Comandante de la nave, todos le seguían con las alas del corazón, todos estaban con él. Nadie ignoraba que el triunfo rayaba en lo imposible, atendida la superioridad de la escuadra chilena; pero el orgullo nacional se lisonjeaba de ver en el Huáscar un caballero andante de los mares, una imajen del famoso paladín que no contaba sus enemigos antes del combate, porque aguardaba contarles vencidos o muertos.

Nosotros, lejítimos herederos de la caballerosidad española, nos embriagábamos con el perfume de acciones heroicas, en tanto que otros, menos ilusos que nosotros i más imbuidos en las máximas del siglo, desdeñaban el humo de la gloria i s'engolosinaban con el manjar de victorias fáciles i baratas.

I merecíamos disculpa!

El Huáscar forzaba los bloqueos, daba caza a los trasportes sorprendía las escuadras, bombardeaba los puertos, escapaba ileso de las celadas o persecuciones, i más que nave, parecía un ser viviente con vuelo de águila, vista de lince i astucia de zorro. Merced al Huáscar, el mundo que sigue la causa de los vencedores, olvidaba nuestros desastres i nos quemaba incienso; merced al, Huáscar, los corazones menos abiertos a la esperanza cobraban entusiasmo i sentían el jeneroso estímulo del sacrificio; merced al Huáscar, en fin, el enemigo se desconcertaba en sus planes, tenía, vacilaciones desalentadoras i devoraba el despecho de la vanidad humillada, porque el monitor, vijilando las costas del Sur, apareciendo en el instante menos aguardado, parecía decir a l'ambición de Chile: "Tú no pasarás de aquí". Todo esto debimos al Huáscar, i el alma del monitor era Grau.

II

Nació Miguel Grau en Piura el año 1834. Nada notable ocurre en su infancia, i sólo merece consignarse que, después de recibir la instrucción primaria en la Escuela Náutica de Paita, se trasladó a Lima para continuar su educación en el colejio del poeta" Fernando Velarde.

A la muerte del discípulo, el maestro le consagró una entusiasta composición en verso. Descartando las exajeraciones, naturales a un poeta sentimental i romántico, se puede colejir por los endecasílabos de Velarde, que Grau era un niño tranquilo i silencioso, quien sabe taciturno.

Nunca fuiste risueño ni elocuente
Y tu faz pocas veces sonreía
Pero inspirabas entusiasmo ardiente,
Cariñosa y profunda simpatía
(Fernando Velarde)

Mui pronto debió de hastiarse con los estudios i más aún con el réjimen escolar, cuando al empezar l'adolescencia s'enrola en la tripulación de un buque mercante. Seis o siete años navegó por América, Europa i Asia, queriendo ser piloto práctico antes que marino teórico, prefiriendo costear continentes i correr temporales a navegar mecido constantemente por las olas del Pacífico.

Consideró la marina mercante como una escuela transitoria, no como una profesión estable, pues al creerse con aptitudes para gobernar un buque, ingresó a l'Armada nacional. ¿A qué seguir paso a paso la carrera del guardia marina en 1857, del capitán de navío en 1873, del contralmirante en 1879? Reconstituir conforme a plan matemático la existencia de un personaje, conceder intención al más insignificante de sus actos, ver augurios de proezas en los juegos inocentes del niño, es fantasear una leyenda, no escribir una biografía. En el ordinario curso de la vida, el hombre camina prosaicamente, a ras del suelo, i sólo se descubre superior a los demás, con intermitencias, en los instantes supremos.

El año 1865 hubo momento en que Grau se atrajo las miradas de toda la nación, en que tuvo pendiente de sus manos la suerte del país. Conducía de los astilleros ingleses un buque de guerra a tiempo que la República se había revolucionado para deshacer el tratado Vivanco–Pareja. Plegándose a los revolucionarios, entregándoles el dominio del mar, Grau contribuyó eficazmente al derrumbamiento de Pezet.

La popularidad de Grau empieza al encenderse la guerra contra Chile. Antes pudo confundirse con sus émulos i compañeros de armas o diseñarse con las figuras más notables del cuadro; pero en los días de la prueba se dibujó de cuerpo entero, se destacó sobre todos, les eclipsó a todos. Fue comparado con Noel y Gálvez, i disfrutó como Washington la dicha de ser "el primero en el amor de sus conciudadanos". El Perú todo le apostrofaba como, Napoleón a Goethe: "Eres un hombre".



Grau.

III

Y lo era, tanto por el valor como por las otras cualidades morales. En su vida, en su persona, en la más insignificante sus acciones, se conformaba con el tipo lejendario del marino.

Humano hasta el esceso, practicaba jenerosidades que en el fragor de la guerra concluían por sublevar nuestra cólera. Hoi mismo, al recordar la saña implacable del chileno vencedor, deploramos la exajerada clemencia de Grau en la noche de Iquiqui. Para comprenderle i disculparle, se necesita realizar un esfuerzo, acallar las punzadas de la herida entreabierta, ver los acontecimientos desde mayor altura. Entonces se reconoce que no merecen llamarse grandes los tigres que matan por matar o hieren por herir, sino los hombres que hasta en el vértigo de la lucha saben economizar vidas i ahorrar dolores.

Sencillo, arraigado a las tradiciones relijiosas, ajeno a las dudas del filósofo, hacía gala de cristiano i demandaba l'absolución del sacerdote antes de partir con la bendición de todos los corazones. Siendo sinceramente relijioso, no conocía la codicia —esa vitalidad de los hombres yertos—, ni la cólera violenta —ese momentáneo valor de los cobardes—, ni la soberbia —ese calor maldito que sólo enjendra víboras en el pecho—. A tanto llegaba la humildad de su carácter que, hostigado un día por las alabanzas de los necios que asedian a los hombres de mérito, esclamó: "Vamos, yo no soi más que un pobre marinero que trata de servir a su patria".

Por su silencio en el peligro, parecía hijo de otros climas, pues nunca daba indicios del bullicioso atolondramiento que distingue a los pueblos meridionales. Si alguna vez hubiera querido arengar a su tripulación, habría dicho espartanamente, como Nelson en Trafalgar: "La patria confía en que todos cumplan con su deber". Hasta en el porte familiar se manifestaba sobrio de palabras: lejos dél la verbosidad que falsifica la elocuencia i remeda el talento. Hablaba como anticipándose al pensamiento de sus con la más leve contradicción. Su cerebro discernía con lentitud, su palabra fluía con largos intervalos de silencio, i su voz de timbre femenino contrastaba notablemente con sus facciones varoniles i toscas.

Ese marino forjado en el yunque de los espíritus fuertes, inflexible en aplicar a los culpables todo el rigor de las ordenanzas, se hallaba dotado de sensibilidad esquisita, amaba tiernamente a sus hijos, tenía marcada predilección por los niños. Sin embargo, su enerjía moral no s'enervaba con el sentimiento como lo probó en 1865 al adherirse a la revolución: rechazando ascensos i pingües ofertas de oro, desoyendo las sujestiones o consejos de sus más íntimos amigos, resistiendo a los ruegos e intimaciones de su mismo padre, hizo lo que le parecía mejor, cumplió con su deber.

Tan inmaculado en la vida privada como en la pública, tan honrado en el salón de la casa como en el camarote del buque, formaba contraste con nuestros políticos i nuestros guerreros, existía como un verdadero anacronismo.

Como flor de sus virtudes, trascendía la resignación: nadie conocía más el peligro, i marchaba de frente, con los ojos abiertos, con la serenidad en el semblante. En él, nada cómico ni estudiado: personificaba la naturalidad. Al ver su rostro leal i abierto, al cojer su mano áspera i encallecida, se palpaba que la sangre venia de un corazón noble i jeneroso.

Tal era el hombre que en buque mal artillado, con marinería inesperta, se vio rodeado i acometido por toda la escuadra chilena el 8 de Octubre de 1879.

IV

En el combate homérico de uno contra siete, pudo Grau rendirse al enemigo; pero comprendió que por voluntad nacional estaba condenado a morir, que sus compatriotas no le habrían perdonado el mendigar la vida en la escala de los buques vencedores. Efectivamente. Si a los admiradores de Grau se les hubiera preguntado qué exijían del Comandante del Huáscar el 8 de Octubre, todos habrían respondido con el Horacio de Corneille: Que muriera! ".

Todo podía sufrirse con estoica resignación, menos el Huáscar a flote con su Comandante vivo. Necesitábamos el sacrificio de los buenos i humildes para borrar el oprobio de malos i soberbio Sin Grau en la Punta de Angamos, sin Bolognesi en el Morro de Arica ¿tendríamos derecho de llamarnos nación? ¡Qué escándalo no dimos al mundo, desde las ridículas escaramuzas hasta las inesplicables dispersiones en masa, desde la fuga traidora de los caudillos hasta las sediciones bizantinas, desde la maquinaciones subterráneas de los ambiciosos vulgares hasta las tristes arlequinadas de los héroes funambulescos!

En la guerra con Chile, no sólo derramamos la sangre, exhibimos la lepra. Se disculpa el encalle de una fragata con tripulación novel i capitán atolondrado, se perdona la derrota de un ejército indisciplinado con jefes ineptos o cobardes, se concibe el amilanamiento de un pueblo por los continuos descalabros en mar i tierra; pero no se disculpa, no se perdona ni se concibe la reversión del orden moral, el completo desbarajuste de la vida pública, la danza macabra de polichinelas con disfraz de Alejandros i Césares.

Sin embargo, en el grotesco i sombrío drama de la derrota, surjieron de cuando en cuando figuras luminosas i simpáticas. La guerra, con todos sus males, nos hizo el bien de probar que todavía sabemos enjendrar hombres de temple viril. Alentémonos, pues: la rosa no florece en el pantano; i el pueblo en que nacen un Grau i un Bolognesi no está ni muerto ni completamente dejenerado. Regocijémonos, si es posible: la tristeza de los injustamente vencidos conoce alegrías sinceras, así como el sueño de los vencedores implacables tiene despertamientos amargos, pesadillas horrorosas.

La columna rostral erijida para conmemorar el 2 de Mayo se corona con la victoria en actitud de subir al cielo, es decir, a la rejión impasible que no escucha los ayes de la víctima ni las imprecaciones del verdugo. El futuro monumento de Grau ostentará en su parte más encumbrada un coloso en ademán d'estender el brazo derecho hacia los mares del Sur.

Catalina de Rusia fijó en una calle meridional de Sampetersburgo un cartel que decía: "Por aquí es el camino a Constantínopla". Cuando la raza eslava siente impulsos de caminar hacia las "tierras verdes" ¿no recuerda las tentadoras palabras de Catalina? Si Grau se levantara hoi del sepulcro, nos diría... Es inútil repetir sus palabras: todos adivinamos ya qué deberes hemos de cumplir, adónde tenemos que dirijirnos mañana.

1885

(De:  Pájinas Libres)

Miguel Grau.


Sunday, July 10, 2011

POEMAS UNDERWOOD/ MARTÍN ADÁN

POEMAS UNDERWOOD


Por Martín Adán












Prosa dura y magnífica de las calles de la ciudad
sin inquietudes estéticas.
Por ellas se va con la policía a la felicidad.
La poesía gafa de las ventanas es un secreto de costureras.
No hay más alegría que la de ser un hombre bien vestido.
Tu corazón es una bocina prohibida por las ordenanzas
de tráfico.
Las casas rumian sus paces de buey.
Si dejaras saber que eres un poeta, irías a la comisaría.
Límpiate de entusiasmos los ojos.
Los automóviles te soban las caderas, volviendo la cabeza.
Cree tú que son mujeres viciosas. Así tendrás tu aventura y
tu sonrisa para después de la cena.
Los hombres que tropiezan tienen la carne encallecida de
oficina.
El amor está en cualquier parte, pero en ninguna está
de otro modo.
Pasaban obreros con los ojos resentidos con la tarde, con la
ciudad y con los hombres.
¿Por qué había de fusilarte la Checa? Tú no has acaparado sino
tu alma.
La ciudad lame la noche como una gata famélica.
Y tú eres un hombre feliz, quizá el único hombre feliz.
Tienes camisa y no tienes grandes pensamientos de ninguna
clase.
Ahora siento cólera contra los acusadores y los consoladores.
Spengler es un tío asmático, y Pirandello es un viejo estúpido,
casi un personaje suyo.
Pero no he de enfurecerme por pequeñeces.
Mil cosas han hecho los hombres peores que sus culturas:
las novelas de Víctor Hugo, la democracia, la instrucción primaria,
etcétera, etcétera, etcétera, etcétera.
Pero los hombres se empeñan en amarse los unos a los otros.
Y, como no lo consiguen, acaban por odiarse.
Porque no quieren creer que todo es irremediable.
La polis griega sospecho que fue un lupanar al que había que
ir con revólver.
Y los griegos, a pesar de su cultura, fueron hombres felices.
Yo no he pecado mucho, pero ya sé de estas cosas.
Bertoldo diría estas cosas mejor, pero Bertoldo no las diría
nunca. Él no se mete en honduras -y está viejo, quiere paz y hasta
apoya a los moderados.
El mundo no está precisamente loco, pero sí demasiado
decente. No hay manera de hacerle hablar cuando está borracho.
Cuando no lo está, abomina de la borrachera o ama a su prójimo.
Pero yo no sé sinceramente qué es el mundo ni qué son los
hombres.
Sólo sé que debo ser justo y honrado y amar a mi prójimo.
Y amo a los mil hombres que hay en mí, que nacen y mueren a
cada instante y no viven nada.
He aquí mis prójimos.
La justicia es unas estatuas feas en las plazas de las ciudades.
Ninguna de ellas me gusta ni poco ni mucho -no son diosas
ni mujeres.
Yo amo la justicia de las mujeres sin túnica y sin divinidad.
En punto a honradez, no soy de los peores.
Como mi pan a solas, sin dar envidia a mi prójimo.
Nací en una ciudad, y no sé ver el campo.
Me he ahorrado el pecado de desear que fuera mío.
En cambio deseo el cielo.
Casi soy un hombre virtuoso, casi un místico.
Me gustan los colores del cielo porque es seguro que no son
tintes alemanes.
Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi
nada hombre.
No estoy muy convencido de mi humanidad; no quiero ser
como los otros. No quiero ser feliz con permiso de la policía.
Ahora en las calles hay un poco de sol.
No sé quién se lo ha llevado, qué mal hombre, dejando
manchas en el suelo como un animal degollado.
Pasa un perrito cojo -he aquí la única compasión, la única
caridad, el único amor de que soy capaz.
Los perros no tienen Lenin, y esto les garantiza una vida humana
pero verdadera.
Andar por las calles como los hombres de Pío Baroja -(todos
un poco perros)-.
Mascar huesos como los poetas de Murger, pero con
serenidad.
Pero los hombres tienen posvida.
Por eso dedican su vida al amor del prójimo.
El dinero lo hacen para matar el tiempo inútil, el tiempo
vacío…
Diógenes es un mito -la humanización del perro.
El anhelo que tienen los grandes hombres de ser
completamente perros. Los pequeños hombres quieren ser
completamente grandes hombres, millonarios, a veces dioses.
Pero estas cosas deben decirse en voz baja -siento miedo de
oírme a mí mismo.
Yo no soy un gran hombre -yo soy un hombre cualquiera que
ensaya las grandes felicidades.
Pero la felicidad no basta a ser feliz.
El mundo está demasiado feo, y no hay manera de
embellecerlo.
Sólo puedo imaginarlo como una ciudad de burdeles y
fábricas bajo un aletazo de banderas rojas.
Yo me siento las manos delicadas.
¿Qué soy, qué quiero? Soy un hombre y no quiero nada.
O, tal vez, ser un hombre como los toros o como los otros.
Tú no tienes las ojeras demasiado grandes.
Yo quiero ser feliz de una manera pequeña. Con dulzura, con
esperanza, con insatisfacción, con limitación, con tiempo, con
perfección.
Ahora puedo embarcarme en un trasatlántico. E ir pescando
durante la travesía aventuras como peces.
Pero ¿a dónde iría yo?
El mundo me es insuficiente.
Es demasiado grande, y no puedo desmenuzarlo en pequeñas
satisfacciones como yo quiero.
La muerte es sólo un pensamiento, nada más, nada más…
Y yo quiero que sea un largo deleite con su fin, con su calidad.
El puerto, lleno de niebla, está demasiado romántico.
Citeres es un balneario norteamericano.
Los yanquis tienen la carne demasiado fresca, casi fría, casi
muerta.
El panorama cambia como una película desde todas las
esquinas.
El beso final ya suena en la sombra de la sala llena de candelas
de cigarrillos. Pero ésta no es la escena final. Pero ello es por lo que
el beso suena.
Nada me basta, ni siquiera la muerte; quiero medida, perfección,
satisfacción, deleite.
¿Cómo he venido a parar en este cinema perdido y humoso?
La tarde ya se habría acabado en la ciudad. Y yo todavía me
siento la tarde.
Ahora recuerdo perfectamente mis años inocentes. Y todos los
malos pensamientos se me borran del alma. Me siento un hombre
que no ha pecado nunca.
Estoy sin pasado, con un futuro excesivo.
A casa…




















(Libro: La Casa de Cartón)