A. –Distraídos en razonar la
inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos
veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el
fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me
aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse
tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con
la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba
infinitamente la Comparsita,
esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron
que es vieja… Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin
estorbo.
Z (burlón). –Pero sospecho que al
final no se resolvieron.
A (ya en plena mística).
–Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.
NOTA: "La simulación en el arte" es la segunda de tres
conferencias dictadas en el Centro Documental de la Sala Mendoza por Jean
Baudrillard durante su estadía en Caracas en 1994. Forman parte de este ciclo
las conferencias: "La
simulación en el arte" y "La escritura automática del mundo",
compiladas por MonteÁvila Editores en el año 1998 bajo el título: La ilusión y
la desilusión estéticas.
Antes de comenzar, quisiera
precisar bien, no mi posición respecto del arte, sino el hecho de que no estoy
en el arte, para curarme en salud, para disculparme. Respecto del arte soy un
bárbaro; no soy crítico de arte, ni historiador del arte ni artista, y ello me
permite por cierto, de alguna manera, hablar efectivamente en términos de
iconoclasta. Esto en cierta medida me justifica ya que, como dijimos ayer, el
arte todo entero se ha vuelto iconoclasta.
Mis referencias, si es que
puedo llamarlas así y si es que las tengo, pues sólo tardíamente me dio por
debatir asuntos estéticos, son unas pocas, y se las doy simplemente como
información.
En cierta medida partí de
Baudelaire (hay que retomar a Baudelaire y sus reflexiones sobre la
modernidad); también acudo a Walter Benjamín y el opúsculo sobre la obra de
arte y su reproducción técnica, que ciertamente todos conocen, y a McLuhan y su
teoría de The medium is the message, que constituye justamente la matriz, en
cierto modo, de la desaparición en todo el campo de la comunicación y de la
información precisamente del sentido; también en McLuhan, esa nueva pragmática
electrónica de la imagen que en él está muy desarrollada; y por último a Andy
Warhol, del que ya hemos hablado ayer y del que hablaremos de nuevo, por su
práctica ultramediática del arte, es decir, traspasar el límite, de un modo que
podríamos llamar no una estética trascendental sino una inestética
trascendental que es, de cierta manera, la eutanasia del arte, el método de la
eutanasia.
Y no es que las peripecias
internas de la historia del arte no me interesen (también yo puedo maniobrar
con ellas como amateur), pero me interesa sobre todo la línea del destino de
las formas artísticas en la época moderna y la contemporánea, y saber también
si hay todavía un campo estético. Para mí es ese el problema: no la historia
sino el destino del arte en relación directa con esa desaparición general de
las formas –de lo político, lo social y hasta de la ideología, y de lo sexual,
por supuesto– en nuestra sociedad.
En consecuencia, no me
pronuncio por ninguna obra individual, por ningún artista en particular, y no
me pronuncio sobre la experiencia vivida por el artista, sobre la modalidad
existencial que pueda tener hoy al crear algo. No me pronunciaré en absoluto al
respecto. No me pregunto cómo se produce arte o el valor estético el juego de
las diferencias, la oferta y la demanda en el mercado del arte, la fluctuación
de los juicios de valor, la exigencia artística y hasta una sociología del arte
en la medida en que se pueda hacer una diferenciación social del placer estético,
del juicio estético, etcétera. Por cierto Bordieu ha trabajado mucho
recientemente todo esto, pero es sociología, es el mecanismo de la cultura, el
cual, desde luego, se puede muy bien estudiar según el método sociológico y el
semiológico. Pero en ese caso no se trata más que de la lógica de la producción
de los valores estéticos, y a mí lo que me interesa es que esta lógica de la
producción del valor y de la plusvalía sea contemporánea del proceso inverso, a
saber, el de la desaparición del arte en cuanto forma (su transparición en
cuanto valor, pero su desaparición en cuanto forma), y que mientras más valores
estéticos hay en el mercado menos posibilidades hay, en cierta manera, de un
juicio estético, de un placer estético.
En el fondo, mi escena
primitiva es esa; que hoy ya no sé, al mirar tal o cual cuadro, o peformance o
instalación, cosas así, si están bien o no, y ni siquiera tengo ganas de
saberlo en verdad, entonces hallo que estoy como en suspenso, pero es un
suspenso que no ofrece excitación alguna, que no es intenso; es un suspenso más
bien de la neutralización y de la anulación.
Se trata entonces justamente
de la desaparición de esa lógica, proporcionalmente inversa a la de la
producción de cultura. He empleado para ello una expresión, más bien un juego
de palabras: el grado "Xerox" de la cultura, que, por supuesto, es a
la vez el grado cero del arte, el del vanishing point del arte y de la
simulación absoluta.
En efecto, hoy el arte está
realizado en todas partes. Está en los museos, está en las galerías, pero está
también en la banalidad de los objetos cotidianos; está en las paredes, está en
la calle, como es bien sabido; está en la banalidad hoy sacralizada y
estetizada de todas las cosas, aun los detritos, desde luego, sobre todo los
detritos.
La estetización del mundo es
total. Así como tenemos que vérnoslas con una operacionalización burocrática de
lo social, con una operacionalización técnica de lo biológico, de lo genético,
de lo sexual, con una operacionalización mediática y publicitaria de lo
político, tenemos que vérnoslas también con una operacionalización semiótica
del arte. Es lo que llamamos «cultura», entendida como la oficialización y la
sacralización de todas las cosas en términos de signos y de la circulación de
signos. En efecto, es lo que podríamos denominar una economía política del
signo.
La gente se queja de la
comercialización del arte, de la mercantilización de los valores estéticos, de
que el arte sea un mercado, y con toda razón, pero en mi opinión no es eso lo
esencial y además es un asunto muy viejo, Mucho más que a la comercialización
del arte hay que temerle a la estetización general de la mercancía. Mucho más
que a la especulación, hay que temerle a la transcripción de todas las cosas en
términos culturales, estéticos, en signos museográficos. Nuestra cultura
dominante es eso: la inmensa empresa de museografía de la realidad, la inmensa
empresa del almacenamiento estético que muy pronto se verá multiplicado por los
medios técnicos de la información actual con la simulación y la reproducción
estética de todas las formas que nos rodean y que muy pronto pasarán a ser
realidad virtual.
También la realidad virtual,
por supuesto, se volverá una forma estética: se podrá crear arte con las
computadoras. Pero no es ese el asunto; ocurre que la operación misma, la
elaboración de la información será una acción estética. Esto constituye el
peligro más grave, lo que yo llamaría el grado Xerox de la cultura. Para tratar
de percibir la diferencia volvamos a Baudelaire y a esa especie de análisis que
hace de la mercancía; veamos eso que a partir de su análisis podríamos llamar
con Baudelaire «la mercancía absoluta». Baudelaire quería dar al arte un viso
heroico y al universo de la mercancía ese mismo viso, es decir, hacer de ella
una mercancía absoluta. Nosotros en cambio sólo damos un viso sentimental y
estético a la mercancía a través del universo publicitario. Baudelaire
denunciaba el universo de la publicidad diciendo: «Eso no es más que
sentimentalismo, estética, y el arte tiene que diferenciarse radicalmente e ir
por el contrario hacia un absolutismo de la mercancía». Pero el arte se ha
convertido en general en una especie de prótesis publicitaria, diría yo, y la
cultura en una especie de prótesis generalizada.
Baudelaire quería llevar la
simulación hasta su extremo; dice: «Estamos en la modernidad. Aceptemos el
juego de la modernidad. Hay que llegar hasta una simulación triunfante».
Nosotros en cambio estamos más bien en una simulación vergonzante, repetitiva,
depresiva. El arte es un simulacro (de todas maneras estamos en la zona de los
simulacros), pero un simulacro que tenía el poder de la ilusión. Nuestra
simulación por el contrario ya no vive sino del vértigo de los modelos, lo cual
es enteramente diferente. El arte era un simulacro dramático en el que estaban
en juego la ilusión y la realidad del mundo, y hoy no es más que una prótesis
estética. Entonces, evidentemente da al término «estético» un sentido
peyorativo, en cierto modo. Cuando digo prótesis quiero decir que se trata de
veras de una prótesis artificial equivalente a las prótesis químicas,
hormonales, genéticas, que se producen ahora en todas partes. Hoy se produce
arte exactamente de la misma manera. Se ha dicho por ahí que más adelante los
anteojos, por ejemplo, habrán desaparecido, que se integrarán con lentillas en
una especie nueva en la que la mirada habrá desaparecido, o sea, que serán
reemplazados por una prótesis óptica. Del mismo modo, también el arte vendría a
ser la prótesis de un mundo del cual habrá desaparecido la magia de las formas
y de las apariencias.
Ahora bien, lo sublime del
arte moderno está en la magia de su desaparición, pero el peligro más grande
está justamente en repetir una y otra vez esta desaparición. Todas las formas
de esa desaparición heroica, de esa abnegación heroica de las formas, de los
colores, de la sustancia ya han sido puestas en juego hasta la saciedad. Da la
impresión de que se ha puesto en juego todo, se ha intentado todo, y se está
entonces, valga la expresión, en un simulacro de segunda generación o de tercer
tipo, como quieran. Estamos en la situación paradójica o perversa en la que no
sólo se ha realizado la utopía del arte (porque el arte era una utopía y se ha
pasado a lo real), también se ha realizado la utopía misma de esa desaparición
(pues la desaparición del arte puede ser una gran aventura, también utópica,
pero también realizada). Ahora bien, es sabido que la utopía realizada crea una
situación paradójica, flotante, ya que una utopía no está hecha para realizarse
sino para seguir siendo una utopía. El arte está hecho para seguir siendo
ilusión; si entra en el dominio de la realidad, estamos perdidos.
Entonces el arte está
condenado desde ahora a simular su propia desaparición puesto que ésta ya
ocurrió. Volvemos a vivir así todos los días la desaparición del arte en la
repetición de sus formas y, a este respecto, poco importa que esas formas sean
abstractas o figurativas o conceptuales (son posibles todas las variantes,
todas las diferencias): el problema genérico es el de la desaparición. Pero del
mismo modo volvemos a vivir todos los días la desaparición de lo político en la
repetición mediática de sus formas, y volvemos a vivir todos los días la
desaparición de lo sexual en la repetición pornográfica y publicitaria de sus
formas. Sin embargo, hay que distinguir los dos momentos: el del simulacro en
cierto modo heroico en el que el arte vive y expresa su propia desaparición, en
el que juega a su propia desaparición, y el momento en que gerencia esa
desaparición como una especie de herencia negativa. El primer momento es un
momento original, pero sólo ocurre una vez, aun si dura varias décadas (digamos
desde el siglo XIX hasta comienzos del siglo XX), y el segundo, por el
contrario, que llamaré el momento «póstumo», puede durar indefinidamente pues
ya no es original, puede mantenerse indefinidamente hasta el infinito como en
una especie de coma rebasado.
Hay un momento iluminador para
el arte, el de su propia pérdida (el arte moderno, desde luego). Hay un momento
iluminador de la simulación, el del sacrificio, ese momento en que el arte se
sumerge en la banalidad (Heidegger dice que esa sumersión en la banalidad es la
segunda caída del hombre, su destino moderno). Pero hay un momento
desiluminado, valga la expresión, desencantado, en el que se aprende a vivir de
esa banalidad, a reciclarse en sus propios desechos, y esto se parece un poco a
un suicidio fallido. El barroco también fue una gran época de la simulación,
del simulacro, obsesionada por la muerte y el artificio. En la época moderna
también hemos tenido eso. Y luego viene la fase melancólica, el trabajo del
duelo, si se quiere, del arte, quizá fracasado una especie de suicidio fallido,
pero es bien sabido que los suicidios fallidos tienen a menudo una utilidad
publicitaria.
Entonces, en esa trayectoria,
inaugurada por Hegel cuando habla de la «rabia de desaparecer» y del arte que
ya se adentra en el proceso de su propia desaparición, hay una línea directa
que, en mi opinión, enlaza a Baudelaire con Warhol bajo el signo de la mercancía
absoluta (regresaré a este punto porque me parece muy importante). En la gran
oposición entre el concepto de obra de arte y la sociedad moderna industrial,
en el siglo XIX, Baudelaire inventa la solución radical; en efecto, siempre
ocurre así, las soluciones más radicales se inventan justo al comienzo de una
gran contradicción. A la amenaza que la sociedad mercantil, vulgar, capitalista
y publicitaria esgrime contra el arte, a esa objetivización nueva del mundo en
términos de valor mercantil, Baudelaire opone, no la defensa de un estatus
tradicional, de un valor estético tradicional, sino una objetivización
absoluta. Ya que el valor estético corre el peligro de que la mercancía lo
aliene, no hay que defenderse de la alienación sino más bien adentrarse más en
la alienación y combatirla con sus propias armas. Hay que seguir las vías
inexorables ‘de la indiferencia y la equivalencia absolutas’, mercantiles, y
hacer de la obra de arte una mercancía absoluta.
El arte, enfrentado al reto
moderno de la mercancía, no debe buscar su salvación en una negación crítica,
ni en el rescate de sus propios valores, lo cual daría como resultado el arte
por el arte, que ya conocemos, es decir, una especie de espejo invertido de la
condición capitalista. Por el contrario, el arte debe abundar en el sentido de
la abstracción formal y fetichizada de la mercancía, de una suerte de valor de
cambio férrico, y volverse más mercancía que la mercancía ir pues más lejos aún
en lo que respecta al valor de cambio y así escapar de él radicalizándolo. Este
es el principio de toda estrategia. Se trata entonces de una ofensiva, no de
una estrategia defensiva de la modernidad, nostálgica, melancólica, que sueña
con el estatus del arte clásico, sino, por el contrario, de una estrategia para
acelerar el movimiento, precipitarlo yo lo llamaría una estrategia fatal del
valor estético.
El objeto absoluto pues la
obra de arte se convierte en una especie de objeto absoluto, en tanto las
mercancías son objetos relativos es, en este caso, aquel cuyo valor es nulo (ya
no hay valor) y cuya cualidad es indiferente, pero que escapa de la alienación
objetiva al hacerse más objeto que el objeto. Tiene que ser más objeto que el
objeto, no hay que aspirar a no ser ya objeto, no hay que querer ser puro sujeto
y rechazar la alienación. Por el contrario, hay que ir más lejos en lo que
respecta a la objetivización. Esto es lo que da una cualidad fatal.
Esta superación del valor de
cambio, esa destrucción de la mercancía por su valor mismo, se hace visible por
cierto en la exacerbación del mercado de la pintura. Se puede lamentar la
especulación mercantil con la pintura, pero se podría aceptarla como una
especie de destino irónico del arte, pues al hacerlo el valor estético, la
especulación insensata con la obra de arte se vuelve de cierto modo una parodia
del mercado. Además, en cierta medida, fue con el mercado del arte que se
inauguró, se experimentó primero la especulación sin límites que vemos hoy
operar en los juegos de la bolsa, en las plazas financieras; y esta
especulación está hoy en todas partes, en lo político, en lo económico,
etcétera. Pero se dio primero en el mercado del arte; en este sentido el arte
fue premonitorio, pues en él operó antes eso que en apariencia es el contrario
absoluto del arte, a saber, la especulación mercantil. Y paradójicamente, en el
arte justamente se realizó esa especie de proliferación del valor que de hecho
es como una negación irónica del arte.
El hecho de que haya un
mercado del arte puede estudiarse o deplorarse, pero nadie puede hacer nada al
respecto. Sin embargo, son los excesos de ese mercado lo que resulta insensato
y enteramente desproporcionado respecto a un verdadero valor estético. No hay
proporción alguna entre la especulación mercantil y el valor estético, y esta
especie de distorsión, de contradicción absoluta es de cierta manera irónica.
Ello pone de relieve el hecho de que también el valor estético está atrapado
realmente en la misma especulación que el valor mercantil del arte. Yo diría
que constituye una prueba de su verdad. Habría que reconsiderar el mercado del
arte conforme a los términos de un análisis semejante, un análisis irónico. Se
podría hacer lo mismo, por cierto, con la especulación económica porque de
algún modo, tal como se evidenció en los recientes crashes de la especulación
financiera, es algo que proviene de la economía política, pero que la rebasa
por su exageración misma, y que virtualmente pone fin a la economía política;
es bien sabido que la especulación financiera pone en jaque, destruye, toda
coherencia, toda racionalidad económica, y esto constituye un acontecimiento
interesante, un fenómeno extremo. A su manera también el mercado del arte es un
fenómeno extremo que delata por ese carácter extremo, por su radicalidad, la
profunda contradicción estética que encierra el arte.
Entonces la ley de la
equivalencia queda rota y uno va a parar a un dominio que ya no es para nada el
del valor sino el del fantasma del valor absoluto, una especie de éxtasis del
valor. Esto vale no sólo para el plano de lo económico sino también para el
plano de lo estético. En lo que se refiere a la estética, en mi opinión, se
está en esa especie de éxtasis del valor, y en la situación extática se está
literalmente «fuera de sí», fuera de la posibilidad del juicio. Es una
situación donde ya no es posible el juicio estético en términos de lo bello y
lo feo; es simplemente el éxtasis del arte ya se está más allá de las
finalidades del arte, de la finalidad estética, en un punto extraordinario
donde todos los valores estéticos (sea lo neo, lo retro, todos los estilos)
están maximalizados simultáneamente. Todos los estilos pueden volverse, de un
solo golpe, efectos especiales y valer en el mercado del arte, figurar en el
hit parade del arte, y ya es realmente imposible compararlos, emitir un juicio
más o menos temperado al respecto, un verdadero juicio de valor. En fin (y esta
es mi impresión personal), se está en el mundo del arte como en una especie de
jungla, una jungla de objetos-fetiche o más o menos fetichizados, y como se
sabe ese objeto fetiche no tiene valor o tiene tanto valor que ya no se puede
intercambiar. Por consiguiente, el arte no es ya lugar del intercambio
simbólico, es el lugar del intercambio imposible: todo está allí, pero no hay
intercambio y cada cual hace lo que tiene que hacer. Hay comunicación, pero no
intercambio.
En el arte actual hemos
llegado a ese punto, y a esa ironía superior apuntaba Baudelaire para la obra
de arte: una mercancía superiormente irónica, porque ya no significa nada, más arbitraria
aún que una mercancía normal, vulgar, que circula aún más rápido, especulativa
una mercancía semejante cobra todavía más valor por perder su sentido y su
referencia. En última instancia, Baudelaire, según la lógica propia de la
modernidad, termina por decir que «el arte es la moda». La moda es el signo
triunfante de la modernidad, la moda como supermercancía, como asunción sublime
de la mercancía, como parodia radical de la mercancía y como su negación. En
este sentido se podría decir en efecto que de alguna manera también el arte
está sometido ya a una lógica de la moda, o sea, del reciclaje de todas las
formas, pero ritualizadas de algún modo, fetichizadas y también enteramente
efímeras, una circulación o una comunicación velocísima, pero en la que el
valor no tiene tiempo para existir, de cobrar forma porque todo anda demasiado
rápido.
Entonces si la forma mercancía
rompe la idealidad del objeto (su belleza, su autenticidad y hasta su
funcionalidad) no hay que intentar la resurrección de la obra de arte sino, por
el contrario, llevar hasta el límite esta ruptura, porque la síntesis es
siempre una solución, la dialéctica entre las cosas es siempre una solución
nostálgica. La única solución radical, moderna (de nuevo según Baudelaire):
potencializar lo que haya de nuevo, de inesperado, de genial, en la mercancía.
Esto resulta un punto de vista interesante: en vez de decir, «la mercancía es
vulgar, ordinaria», etcétera, decir «la mercancía, si se lleva su lógica al
extremo, es genial». Hay que ir hasta el límite, es decir, potencializar la
indiferencia de la mercancía, la indiferencia del valor, potencializar la
circulación sin reserva de las cosas. La obra de arte debe adquirir un carácter
extraño, Un carácter de choque, de sorpresa, inquietante, y al mismo tiempo un
carácter de liquidez, de circulación, e igualmente, como la mercancía, una
especie de valor instantáneo y autodestructivo.
En esta lógica entonces, a la
vez férrica e irónica de Baudelaire, la obra de arte coincide totalmente con la
moda, la publicidad, con eso que llamo lo «férrico del código». La obra de arte
se vuelve resplandeciente de venalidad, de efectos especiales, de movilidad,
etcétera; adquiere la forma aleatoria, la forma vertiginosa, se convierte en
objeto puro de una maravillosa conmutabilidad, pues, al haber desaparecido las
cosas, todos los efectos son posibles y virtualmente equivalentes.
En realidad hace falta (sé que
esto es difícil de aceptar para los artistas) extraer de algún modo de la
nulidad un efecto extraordinario, es decir, extraer un efecto especial de la
banalidad. En fin, hay que transfigurar el sin sentido (que cada cual tomará
como quiera) y ello, de cierto modo, es una nueva forma de seducción. Ya no se
trata del dominio del orden estético, como en el arte tradicional, sino más
bien del vértigo de la obscenidad. La mercancía ordinaria, esa con que tratamos
todos los días, es el universo de la producción (y, por supuesto, ese universo
es melancólico –indiferente pero melancólico–), pero elevada a la potencia de
mercancía absoluta genera entonces efectos de seducción.
El objeto de arte sería
entonces así un nuevo fetiche triunfante, abocado a desconstruir su propia aura
(de la que habla Benjamin), su propio poder de ilusión, para resplandecer en la
obscenidad pura de la mercancía. Tiene que aniquilarse como objeto familiar y
hacerse monstruosamente extraño. Sin embargo, esta extrañeza no es ya la del
objeto alienado. No se trata de un objeto alienado, ni de un objeto reprimido,
ni de un objeto perdido; no brilla por la pérdida o la desposesión, brilla por
una verdadera seducción venida de otra parte, brilla por haber excedido su
propia forma para llegar a ser objeto puro, acontecimiento puro.
Baudelaire saca este análisis
del espectáculo de la Exposición Universal de 1855. En mi opinión es un tanto
superior, más radical, que el análisis de Walter Benjamin. En La obra de arte
en la era de su reproducción técnica, éste da cuenta de la pérdida del aura: la
obra de arte ha perdido su aura de objeto sagrado, ha perdido su autenticidad y
ya no tiene determinación política (es políticamente desesperada). Esto es
abrirse a una modernidad muy melancólica, muy nostálgica, desde luego, en tanto
la postura de Baudelaire es más moderna. (Quizá en el fondo, el momento más alto
de la modernidad fue en el siglo XIX, no en el siglo XX, pues fue el momento en
que se inventaron todas las hipótesis sobre la modernidad.) Baudelaire explora
todas las formas nuevas de seducción ligadas a esos acontecimientos puros, a
esos objetos puros.
Vuelvo sobre Andy Warhol. Éste sostiene la exigencia radical de
volverse una máquina absoluta, más máquina que la máquina (aquí hallamos la
estrategia fatal de potencializar algo, no una regresión, sino querer ser más máquina
que la máquina), ya que Warhol apunta a la reproducción automática, maquinal,
de objetos ya mecánicos, ya fabricados, así sea una lata de sopa o el rostro de
una star (el de Marilyn Monroe, por ejemplo). Por tanto está situado en la
misma línea, va en la misma dirección de la mercancía absoluta de Baudelaire,
justamente ejecuta a la perfección la visión de Baudelaire, que a la vez es el
destino del arte moderno: realizar hasta el extremo, es decir hasta la negación
de sí mismo, el éxtasis negativo del valor, que también es el éxtasis negativo
de la representación. Y cuando Baudelaire dice que la vocación del artista
moderno es dar a la mercancía un estatus heroico, mientras que la burguesía
sólo logra darle con la publicidad una expresión sentimental (con lo cual
indica que el heroísmo no consiste en absoluto en volver a sacralizar el arte y
el valor opuestos a la mercancía cosa que en efecto resulta sentimental y
alimenta aún hoy por todas partes nuestra creación artística sino en sacralizar
la mercancía como tal), convierte a Warhol en el héroe o el antihéroe de arte
moderno, Y ello en la medida en que Warhol se adentra más que nadie en la Vía
Ritual de la desaparición del arte, de toda sentimentalidad del arte, y lleva
lo más lejos posible el ritual de la transparencia negativa del arte y de la
indiferencia del arte ante su propia autenticidad. De cierto modo se sigue
haciendo hoy; la reapropiación, la simulación, etcétera, son un poco eso.
Existe en verdad una especie
de no creencia radical pues ya el arte no cree en su propia autenticidad. Sin
embargo, este hecho no es necesariamente despreciativo, no tiene una cualidad
negativa. Se dice que el arte se ha vuelto iconoclasta, pero se ha vuelto
también agnóstico porque ya no cree en su propia sacralidad, en su propia
finalidad. No obstante, la posición agnóstica, la posición iconoclasta
constituyen una situación muy poderosa: se puede hacer cosas aún mejor cuando
no se cree en lo que se hace que cuando se cree.
Por consiguiente, esta
desaparición no es depresiva. Hay quizá una especie de postura férrica moderna
imposible: toda la desaparición del arte debería convertirse en un «arte de la
desaparición». Entonces, la diferencia entre el arte pompier, triunfalista, de
los siglos XIX y XX, el arte oficial, el arte por el arte, etcétera (que abarca
tanto lo figurativo como lo abstracto, y tan detestado por Baudelaire, y que
dista mucho de estar muerto ya que se le rehabilita hoy por todas partes en los
museos internacionales) y el otro arte está en el hecho de que el primero no
acepta su propia desaparición. El arte pompier, triunfalista, académico, por
otra parte, es el arte que no quiere desaparecer, que ha rechazado siempre su
propia desaparición, su propia negación, y por ello es un arte que ha muerto. Quizá
sea paradójico, pero sólo se escapa de la desaparición real, o sea de la
muerte, apostando a la propia desaparición. En Warhol, esta elección se lleva a
cabo conscientemente, cínicamente, pero no por ello deja de ser una elección
heroica.
El arte oficial rechaza su
propia desaparición, y por eso mismo desapareció. Sin embargo, de repente,
reaparece hoy; en esa rehabilitación del arte vemos resurgir por todas partes las formas que creíamos desaparecidas en el
curso de la modernidad, en el curso de esa especie de progreso moderno del
arte, de la revolución del arte, de la liberación del arte. Pudo pensarse que
todas esas formas de arte tradicionalistas, académicas, etcétera habían
desaparecido definitivamente, pero no es cierto. Hoy se les saca a luz, se
muestran en los museos, por todas partes, y ello quizá indica efectivamente que
la verdadera aventura del arte moderno, que fue la de su desaparición, ha
terminado, y que ahora resurge un arte que no aceptó nunca su propia desaparición,
un arte que siempre quiso ser positivo. Una vez terminada la otra –la gran
aventura– todo resurge, resurgen todos los vestigios aun de lo que precedió a
la modernidad.
Algo sucedió hace un siglo y
medio que tenía que ver a la vez con la liberación del arte su liberación como
mercancía absoluta y con su desaparición. Me parece que el ciclo terminó,
aunque soy totalmente incapaz de decir qué puede haber más allá del ciclo (más
allá del ciclo está el reciclaje, simplemente y en eso estamos). Desde ahora en
adelante estamos en una especie de fin sin finalidad que es lo opuesto a la
finalidad sin fin de Kant. Quizá estemos en lo que he llamado «transestética»,
aunque este término no tiene mucho sentido ya que simplemente quiere decir que
la estética está realizada, generalizada y que, por ello mismo, se rebasa a sí
misma y pierde su propio fin.
Esta peripecia, que es la
nuestra actualmente, resulta en verdad muy difícil de describir y yo no
pretendo en absoluto saber por qué fase está pasando hoy. Resulta tanto más
difícil porque al desaparecer esa especie de movimiento real del arte, el
movimiento real del juicio del valor estético, desaparece a la vez la
posibilidad de juzgar. Entonces ¿quién juzgará este arte? ¿Otra cultura, a la
postre? ¿Alguien proveniente de otra parte habrá de juzgar nuestro arte? Eso
sería espantoso. Hoy sería en verdad un sinsabor inverosímil tratar de
encontrar algún criterio, cualquiera que fuese, con el cual aún continuar la
descripción de una historia del arte.
Creo que la historia del arte se detuvo quizá con Duchamp, aunque no
estoy seguro (hablaré de esto más adelante y también del ready made y de la
realidad virtual). En efecto, podría pensarse que el arte sigue existiendo como
actividad, pero más allá del juicio, de la línea fronteriza con la que al menos
había la posibilidad de decir: «Ahí hay una estética».
Entonces se me plantea la
misma pregunta que hice antes: ¿Hay todavía una ilusión estética? ¿Hay todavía
la posibilidad de encontrar un reto más allá de la pérdida del valor, algo que
no tenga ya que ver con el valor sino con una gran ilusión (en el sentido de la
mercancía absoluta de Baudelaire), es decir, encontrar una estrategia fatal más
allá del propio mundo, de la alienación y de la mercancía?.
¿Habrá todavía una estrategia
fatal del arte o ya no se está más que en la estrategia banal de la estética?
Así planteo de nuevo el problema.
PREGUNTAS
P: Ayer dijo que el objeto se había convertido en el protagonista, y
que éste no sólo estaba sobre el sujeto, sino que inclusive lo llegaba,
digámoslo así, a manipular. Mi pregunta es: ¿acaso todo esto no se dice desde
un sujeto y se está reafirmando que el sujeto sigue siendo el protagonista? Es
decir, si no hubiese un sujeto que dijera todo esto acerca del objeto, ¿no
dejaría de tener todo sentido y por lo tanto, sin sujeto, el objeto
desaparecería, y viceversa?
JB: Es una pregunta que se
adentra en el terreno metafísico, y yo preferiría quedarme en la patafísica. Me
parece un artificio dialéctico decir que a fuerza de hablar del objeto se
termina por hablar de él como de un nuevo sujeto, y que en el fondo ese objeto
no es más que un avatar, una especie de peripecia o una metamorfosis, del
sujeto de siempre tal como lo hemos conocido. No lo creo. No digo que haya que
pasarse del lado del objeto, porque eso es imposible: el asunto no es ese.
Estamos situados forzosamente, por nuestro propio discurso, en posición de
sujeto, pero ya no estamos, según creo, en la posición clásica, tradicional,
del sujeto alienado. Y no hay sujeto sin alienación; un sujeto es algo
dividido, que tiene un deseo, una voluntad, una trascendencia. La diferencia
entre el sujeto y el objeto, en este caso, es que al fin y al cabo el objeto no
tiene una trascendencia, carece de deseo. Por supuesto, si se habla de una
pasión del objeto, de una revancha del objeto o de una estrategia del objeto,
resulta un tanto paradójico, es metafórico, pero quiere decir que es el sujeto
el que queda desposeído en todo caso de su propio deseo y que está condenado de
cierta forma, ya no a desear, sino a ser seducido o no por el objeto. El objeto
es seductor porque carece de deseo. El deseo está del lado del sujeto y la
seducción del lado del objeto. El objeto puro, esa mercancía absoluta de la que
hablábamos, ejerce una fascinación a la cual el sujeto no opone ya su propia
división, su propia alienación. No estamos ya en la alienación, cosa difícil de
aceptar, porque la alienación era, podría decirse, la edad de oro: había lo
otro, y mientras había lo otro había esperanza.
El problema es que estamos en
un mundo en el que ya no hay sujetos, sólo seres individuados, pero no
subjetivados, no divididos, completamente idénticos a sí mismos, dotados de
todo tipo de poderes (a través de la informática), pero que ya no tienen otro
porque la alteridad ha desaparecido, y si desaparece la alteridad, desaparece
también la subjetividad. Esto quiere decir que ya no estamos en un mundo de la
alienación en el que hay el sujeto y el otro, en el que hay una dialéctica
entre los dos así como había en el universo tradicional una dialéctica del
sujeto y el objeto que constituye el saber, el conocimiento. Hoy día ya no se
trata de alienación, pues una total ruptura nos sitúa en un mundo de la
identificación en el que cada cual se vuelve idéntico a sí mismo y ello hasta
genéticamente, a la postre, con el clon.
Hoy, para la organización del
sistema ya no se necesitan sujetos; lo que se requiere es una especie de
mónadas, unas mónadas autogerenciadas, autonormadas, autocontroladas, o sea,
seres que ya no son más que él mismo, idénticos a sí mismos, pero ya sin otro.
Entonces, en este caso, el sujeto pierde justamente su división: ya no está
dividido, ya no está alienado. Por el contrario, está en un mundo mucho más
duro y es mucho peor que la alienación porque de cierta manera es la
exterminación, la desposesión total: es como una desestructuración del sujeto.
Entonces, de hecho, este
sujeto no se pasa a ninguna parte, no pasa al objeto en ninguna medida. No
puede siquiera jugar ya a su propia desaparición. Ello ocurre en el arte y
también en el caso de la filosofía del sujeto. Este sujeto ya no puede jugar a
su propia muerte porque de antemano está exterminado, es decir, literalmente
privado de su propia muerte.
No sé cómo explicar esto, pues
es un ejercicio un tanto filosófico; digamos que la alienación es el volverse
el sujeto otro, y ello es positivo, es la historia filosófica del sujeto.
Estamos en un estado en el que ya no se trata de volverse otro, sino de estar
privado de toda alteridad. Esto resulta mucho más grave que volverse otro, es
no tener otro. En Marx, y en la tradición marxista, hay dos términos alemanes
para la alienación: Verfremdung y Entfremdung (Fremd: otro, extraño).
Verfremdung quiere decir «volverse otro», es la transformación en otro y
significa alienación. Entfremdung significa la pérdida definitiva del otro, la
distanciación del otro, y podría referirse más bien a nuestra situación, mucho
más grave y catastrófica que la alienación, la vieja alienación de siempre y el
verdadero territorio del sujeto. El sujeto vive de la alienación, por supuesto,
y aun de su propia muerte, mientras que en este nuevo estado el sujeto está
privado de su división, privado de su alteridad, privado de su muerte, y
justamente ese es el momento en el que ya no tiene ninguna relación con objeto
alguno.
Quiero decir simplemente que
en ese momento el mundo, todo lo que no es sujeto, se convierte de nuevo en una
especie de fuerza inmanente. Ya no hay trascendencia del sujeto, sólo hay una
especie de inmanencia del mundo, y, para nosotros, la pregunta que hay que
hacer en este caso es si esta inmanencia del mundo, de las apariencias del
mundo, puede aún tener un valor estético. Mi respuesta es no; en mi opinión,
esta inmanencia del mundo ya no tiene valor estético. Tiene ciertamente una
fuerza de ilusión total, radical, pero ya no se trata de un valor estético,
pues es algo diferente, es algo que llamo «objeto» (esto no es exactamente una
definición filosófica, y no hay que positivar el término objeto, no es un nuevo
término), es la ausencia definitiva del sujeto en sus propias empresas.
Bueno, no sé si he respondido
verdaderamente a su pregunta.
P: Me resulta un poco irritante lo que usted acaba de decir. Nos sitúa
en una especie de impasse al decir que todos, de cierto modo, nos hemos
convertido en objetos: ya no hay alteridad, ya no hay relación con el otro, ya
no hay espejo, ya no hay escena. Antes, entonces, se podía luchar (en el
sentido de Baudelaire) contra la cosa, con la cosa misma, contra la mercancía
mediante la objetivación absoluta de la propia mercancía. Pero ¿qué hacer
ahora? ¿Estamos en un mundo fantasmático? No lo sé. Me gusta mucho su visión
del mundo, pero a la vez hallo que lleva a un "callejón sin salida". Usted dice
que antes había una especie de modalidad fatal de la desaparición y que ahora
estamos en una fase fractal de dispersión ¿Quiere decir que estamos todos, en
cierta medida, como en una órbita perpetua? Quiero volver a plantear el
problema de las salidas. Sé que a usted no le gusta. Usted dijo antes que la
teoría, en cierta forma, ha de ser también una teoría extrema, frente a
problemas extremos. Usted ha escrito que la teoría debe ser una especie de
crimen perfecto, y antes dijo que un crimen perfecto no deja huellas. Me parece
que su pensamiento deja muchas huellas...
JB: ¿Sí? Bueno, sí, no es
perfecta.
P: Entonces usted no es un asesino perfecto... Díganos algo; no le pido
la clave «de la salida», pero al fin y al cabo hay algo en usted cuando piensa.
Usted no quiere quedarse en órbita, en lo fractal (y en verdad, para mí, usted
no se queda en eso), ya que dice algo que hallo muy interesante: usted no
comunica, usted trata de salir, de acudir, y nosotros lo recibimos; al menos es
esa mi impresión: siento que usted sale y que yo lo recibo. Entonces no nos
comunicamos como con una pantalla, o con nosotros mismos. Hay entonces una
contradicción fatal en su teoría, ¿no cree?
JB: Sí, pero en fin...
P: Pero eso es irritante, al menos para mí.
JB: No se trata de resolver
contradicciones. Una teoría no apunta a resolver esos problemas; eso sería una
teoría de la salvación, y la mía no es una teoría de la salvación,
evidentemente, no busco salvar a nadie. Si dejo huellas, pues tanto mejor. Los
caracoles dejan huellas, como también los artistas, en efecto, pero esas
huellas no constituyen señales que indican una salida, no son signos de
esperanza. Las huellas que deja el artista, por ejemplo, son señales
enteramente ambiguas, enteramente ambivalentes, en la medida en que son siempre
señales de la ausencia (las huellas no son señales de una presencia). ¿Ausencia
de qué? No lo sé. Quizá sea la ausencia del sujeto. Entonces hay que saber
jugar con cosas como esa desaparición, pero no me toca a mí hacerlo.
No busco escurrir el bulto,
decir que no tengo nada que ver con mi propia teoría, porque al fin y al cabo
soy responsable de ella, en cierto modo. Pero en cierta medida también es
verdad que no soy el sujeto de mi propia teoría, no estoy aquí para defenderla
ni para preservarla de las contradicciones (y, por supuesto, está llena de
ellas y tiene muchas que usted no ha dicho y que yo podría decirle, pero no lo
haré). Sé muy bien que tengo muchas contradicciones y que todo esto es
paradójico, pero es ese el trabajo que hay que hacer: hay que llegar a otra
cosa, evitar el trabajo del duelo, sobre todo no lamentar el objeto perdido
(más vale ser uno mismo objeto que lamentar el objeto perdido) y hay que ir más
allá del trabajo de lo negativo que es el del pensamiento crítico. Eso se ha
hecho durante mucho tiempo y yo mismo lo he practicado también: es el trabajo
de un sujeto, de un sujeto histórico, de un sujeto del saber. Pienso en efecto
que para este sujeto hoy en día no hay esperanza por la razón que usted
menciona: estamos en lo fractal. Pero yo no soy un defensor de lo fractal, de
la dispersión fractal de las cosas. Ocurre que allí estamos y no soy el primero
en decirlo. Siempre he opuesto, en cierta medida, lo fatal a lo fractal. La
fractalización vendría a ser en efecto la objetivación vulgar, quiero decir la
diseminación en la que, en efecto, ya no hay sujeto, pero tampoco hay otra
cosa. Lo fatal, por otra parte, es la desaparición del sujeto en un universo de
objetos puros, de signos puros. Al fin y al cabo, lo fatal está allí donde la
operación del signo es radical, donde el signo opera por su propia fuerza de
ilusión, donde el fin se une al comienzo y donde se pasa más allá de la
voluntad de la representación y del sujeto, Es una especie de eficacia
inmanente, silenciosa, del signo aunque no se trata del signo de la
representación o de la semiología, ni del signo del discurso.
Entonces, hay el universo del
sujeto, si se quiere, y hay el universo de lo fractal, que está más allá del
sujeto. De todas maneras, el sujeto está perdido o en vías de desaparecer; el
asunto está en saber si se pierde por defecto o por exceso. Por cierto, lo
fatal, en mi opinión, es la desaparición por exceso, y lo fractal lo hiperreal,
lo virtual también es la desposesión por defecto.
Si se retorna a Nietzsche (Más
allá del bien y del mal), se nota que es cierto que ya no estamos en un juicio
moral, ético, del bien y del mal; ya no se puede detectar, ya no hay criterios
para distinguir estas cosas. Pero no hemos pasado más allá del bien y del mal,
como pretende Nietzsche; más bien nos hemos quedado más acá del bien y del mal,
en la confusión de los valores, allí donde ya no se puede oponer verdaderamente
el bien y el mal. Estamos en una fase depresiva de esta desaparición del valor:
hemos perdido el valor, pero lo hemos perdido por defecto, y creo (y en esto
soy radicalmente optimista) que hay, no una superación, sino una transgresión
por exceso de esta oposición de los valores.
Me parece que hay la
posibilidad o de quedarse más acá de la oposición sujeto/objeto, caer en un
mundo indeterminado, aleatorio en el que ya no hay ni sujeto ni objeto, o de
pasar más allá de esta oposición. Y en este último caso el discurso ofrece
resistencia porque no hay manera de decirlo, porque no tenemos ni la experiencia
ni el discurso para decirlo. Sólo tenemos los términos «sujeto» Y «objeto».
Hay que pasar de la filosofía
del sujeto a la estrategia del objeto. Pero esto quiere decir simplemente que
hemos cambiado de universo, no que la salvación está en el objeto, por
supuesto. No hay redención por el objeto.
P: ¿Cuál puede ser hoy día el papel de la crítica en materia de arte?
Me parece que su conferencia de ayer estaba más bajo la sombra de
Nietzsche, mientras la de hoy se vincula más a consideraciones hegelianas sobre
el fin del arte, el cual ya no tiene a su cargo el absoluto y que hoy por tanto
está relegado a una tarea subalterna, a esa «gestión de los desechos» del arte
contemporáneo. Quiero retomar algo que quizá sea una contradicción (no lo sé,
usted dirá) entre, por una parte, una especie de crítica de la producción
artística que proviene del desmoronamiento de los valores, que podría ser la
que define la obra, de Nietzsche, y, por la otra, lo que me pareció una
valorización de ciertas formas de arte a partir de la crítica de Baudelaire.
Ocurre que Nietzsche, de cierta manera, critica la estética de
Baudelaire en general y se opone en particular justamente a ese juego gratuito
con las formas. Por eso llegó en cierto momento a llamar a Baudelaire «el más
alemán de los parisienses», por su admiración a Wagner. Hay en la obra de
Nietzsche consideraciones inactuales o intempestivas referentes a la crítica de
arte en general y que demuestran finalmente que hay un peligro en esa crítica
cuyo único objetivo es ensalzar las obras del pasado para así impedir una
creación en el presente. Se admira una grandeza polvorienta para que no se
exprese en obra una grandeza presente. Entonces, dadas estas condiciones, ¿cuál
sería el papel de la crítica de arte hoy?
JB: No estoy en posición de
responder desde un punto de vista profesional, por supuesto, y ni siquiera
desde otro punto de vista. Lo que he expuesto tiende a mostrar que ya no hay
posición crítica, no porque la crítica haya perdido su sentido o porque ya no
haya buena crítica como la había antes, sino porque el arte todo se ha vuelto
crítico, porque ha absorbido la crítica de arte. Hoy, toda obra es su propio
comentario, su propia crítica. Cada vez más, en efecto, en cualquier
performance, cualquiera instalación, cualquiera obra, hay un comentario, hay
discurso. Además, se va a buscar a filósofos e intelectuales para que comenten
sobre todo eso. Hay una especie de metalenguaje extraordinario del arte que no
es una crítica, una especie de metalenguaje integrado, como si el arte se
hubiese tragado su propia crítica. Precisamente porque no cree ya en su propia
pulsión estética, el arte ahora está en una posición semi irónica respecto a sí
mismo, y porque ya no está seguro de su finalidad, necesita asegurarse un
lenguaje externo, y para esto viene a socorrerlo una especie de literatura
artística, estética que se produce incesantemente. Pero esto es comentario y ya
no una verdadera crítica porque no hay la distancia necesaria para el juicio,
hay una especie de encierro del arte y de su propio valor, hasta tal punto que
no hay ya espacio crítico pues éste desaparece. Pero no es válido sólo para el
arte, también lo es para muchas otras cosas.
Entonces, ¿qué papel puede
desempeñar la crítica hoy? Ya no hay crítica de arte. Hay todavía profesores de
estética, hay estética por todas partes y cada vez más, pero, propiamente
hablando, la crítica de arte, tal como aún Baudelaire podía ejercerla, ya no
existe, ya no existe la crítica que tenga a la vez la distancia necesaria y la
pasión (pues no se trata sólo de una profesión, sino también de una pasión). En
la actualidad la crítica me parece imposible porque las obras de arte se han
cercenado de su significación, de su sentido, del sentido que tienen unas
respecto a otras. Pues no se trata sólo del sentido absoluto de tal o cual obra
de arte, sino también de la significación que puede tener en relación con las
demás; y todo esto, que es campo real de significación, ha sufrido, en mi
opinión, un cortocircuito, de modo que la crítica ya no es capaz de encontrar
su espacio.
No soy un profesional y no leo
mucho al respecto... Hace tiempo no leo verdadera crítica de arte, no creo en
ella, no porque haya habido una pérdida de calidad, sino porque la crítica se
ha visto «vampirizada» en cierta medida por el propio arte. Esto se debe a que
el arte se ha convertido en idea, hasta diría que se ha vuelto ideológico (en
el sentido propio del término); ha absorbido la idea, se ha convertido en su
propia idea, pero, por ello, ha perdido también su propio deseo, el deseo de sí
mismo.
Así, el arte y la crítica
tienen el mismo destino; en la coalescencia de ambos, uno y otra desaparecen en
su especificidad.
P: Mi pregunta va dirigida a la lógica que se establece entre el
creador y el público. Todo este proceso de mercantilización y comercialización
de la obra de arte, ¿cómo afecta la interacción entre ambos?
En su libro acerca de las oscilaciones del gusto, Bordieu hablaba de
que la diferenciación entre un objeto artístico y un objeto técnico dependía de
la propia intención del artista, del creador, y, por otra parte, de la
intención del público, de la persona que admira, de la persona que admira la
obra de arte. Entonces, si la obra se convierte en un objeto de decoración,
¿cómo afecta esto la intención del artista y la del público? ¿Cómo evoluciona y
cómo se ve afectado este proceso?
JB: Es una pregunta difícil.
Tiene una respuesta sociológica y no sólo según Bordieu. Es verdad que para que
haya obras de arte, para que haya un fenómeno estético, se necesita un lugar,
un creador, medios y, por supuesto, alguien del otro lado, en fin, se necesita
al otro, el creador no puede estar simplemente encerrado en su creación. ¿Hay
todavía un público? Sí, lo hay, pero hoy el mundo entero es el público. La
noción de público es muy ambigua, muy ambivalente, pues supone una especie de
audición, de fascinación, aunque una fascinación indiferente en cierta medida.
Los millones de visitantes de los museos, las exposiciones de arte las
galerías, son el público, pero, en esta noción de público ¿sigue implícita una
complicidad? Y es que para que haya verdaderamente un proceso estético se
requieren dos polos y una complicidad. Pero esta complicidad parece
peligrosamente amenazada por la universalización de la obra de arte.
En la estetización general hay
efectivamente un público. Pero ese público, ¿sigue siendo un público conocedor?
¿Tiene aún los elementos de juicio o los elementos de placer? Lo dudo. Cuando
uno va a esas grandes exposiciones en una galería o un museo, fuera del pequeño
círculo de los iniciados (y habría que ver, porque hay muchos que se las dan de
iniciados), vemos circular gente en una actitud que no es siquiera simplemente
pasiva sino de absorción, una especie de metabolisino indiferente. Es la
"cultura" eso es otra cosa. No quiero hacerle un proceso a la cultura, pero es
cierto que es una cosa otra que el arte: es la indiferencia en la que todo
puede convertirse en obra.
A partir del momento en que
todo puede convertirse en obra (basta colocar un hierro de planchar en un museo
para que sea una obra de arte), todo individuo se convierte evidentemente en
público de arte; se ve transformado en ready made exactamente del mismo modo en
que el objeto se transforma en ready made en la exposición, y esto no crea una
complicidad sino una coalescencia de dos. Pero en esa coalescencia no se ve que
haya esa especie de electricidad estética y tampoco siquiera una admiración, esa
admiración que al fin y al cabo es una pasión debido a que algo en ese objeto
seduce, o sea, esa pasión que distrae de la propia identidad, del propio ser y
hace que uno sea otra cosa, que lleva hacia otra cosa. No veo cómo hoy en día
uno puede apasionarse, arrebatarse en ese sentido, y ello por diversas razones,
pero sobre todo por el hecho de que el objeto hoy expuesto es una especie de
contravalor.
En suma, hay que admitir que
hoy la mayor parte de los objetos estéticos son obras que recurren a una
especie de irrisión y hasta, podría decirse, de chantaje. Parecen decir:
«Bueno, aquí estoy, si no me reconocen es porque no entienden nada». Esto es
muy imperante hoy en todas partes. Cualquier objeto se ofrece a la admiración y
si no se es capaz de admirar es porque uno no es cultivado, porque uno no está
en la movida y no sabe nada. Hay en la actualidad una especie de forcing de la
admiración, de la frecuentación, del consumo, una especie de chantaje. Y
entonces el público, que al fin y al cabo no es imbécil (como tampoco son tan
imbéciles las masas como lo creen los que pretenden manipularlas), se pone
también en posición de irrisión: mira, entra en el juego, pero es un juego
falseado en el que no hay complicidad positiva, entusiasta, sino más bien
negativa, debido a que ni el objeto está seguro de ser verdaderamente una obra
de arte, ni el que lo mira está seguro de tomarlo por una obra de arte. Pero no
importa, el asunto funciona pese a todo y funciona aún mejor en la decepción.
El dominio del arte hoy es el dominio de la desviación y de la decepción. Esto
es grave, pero así es. Sin embargo, no por ello debe cesar todo, por el contrario,
debe continuar indefinidamente, ya que cada decepción, como es bien sabido,
conduce de una a otra esperanza. Por cierto, es la misma estrategia en la
política.
Entonces se trata ahora de una
especie de reacción en cadena, pero negativa si se quiere, y el arte antes
(digo «antes» pero no quiero en absoluto ser nostálgico) no era en absoluto una
reacción en cadena sino por el contrario un encuentro único en un momento dado
entre alguien una imaginación y un objeto. Allí hay una singularidad y no una
reacción en cadena; hay una seducción en el sentido fuerte del término. Ahora
en cambio no se trata en absoluto de seducción sino de provocación y, las más
de las veces, de decepción; se logra al fin y al cabo encadenar a la gente,
pero es una especie de pasión negativa. Hoy, el encaprichamiento dístico del
público por la obra de arte es una forma de proliferación un tanto cancerosa
del arte en un dominio que ya no es el de la complicidad.
Sin embargo, nunca se ha
explicado de verdad, ni siquiera en la sociología y sobre todo la de Bordieu,
en qué consiste esa especie de acto, qué es esa complicidad en la cual el
espectador puede convertirse en creador. Hay algo parecido en la seducción, que
es una relación dual: sucede entre dos, los dos tienen que estar allí y entre
ellos tiene que haber una complicidad. Pero hoy sólo se juega a esto: «Hay que
hacer que el espectador participe en la obra de arte», «el espectador va a
cambiar la instalación», «va a hacer su auto performance, etcétera». Sí, es una
participación, pero es una falsa complicidad, imitada mediante la simulación y
que imita lo que debería ser (lo que fue sin duda) una forma de seducción.
Ahora, por el contrario, el artista busca desesperadamente incluir al
espectador o al público en su obra porque tampoco él está seguro de sí mismo.
Debería ser una creación colectiva, pero dista mucho de serlo: simplemente se
juega a esa colectividad, se la escenifica, se la teatraliza. El objeto se
presenta como no terminado, inacabado, y el espectador va a participar en el
asunto; es algo bastante irrisorio.
No comulgo en absoluto con esa
especie de promiscuidad. En el arte, en un momento dado, había una verdadera
separación entre el creador y su obra y no había promiscuidad ni confusión de
papeles, pero sí, por el contrario, una seducción, la creación de una relación
cual muy cómplice, muy secreta. Se trataba entonces de una separación muy clara
y también justamente de una iniciación recíproca, lo que podría llamarse un
intercambio simbólico. Ahora es lo contrario: hay una especie de promiscuidad
de papeles. Ahora todo el mundo va a Poder meterse en la creación, todo el
mundo va a convertirse en creador, pero en realidad todo eso se vuelve pura y
simplemente comunicación, cosa que no es lo mismo, por supuesto.
P: En su opinión, ¿la llamada «cultura elitesca», como la música
académica y el ballet, es irreconciliable con la comunicación de masas? Y si es
así, ¿se debe a que los medios masivos crean un modelo falso y estereotipado
del gusto de las masas, dañando así su gusto a fuerza de repetir contenidos
mediocres? 0, en realidad, ¿son las masas mismas las que demandan circo de los
medios masivos?
JB: Es una pregunta clave.
Podría decirse, en efecto, que los contenidos se han vuelto cada vez más
vulgares. Hay una vulgarización de las obras, de la cultura; las masas aceptan
una cultura vulgarizada y, en el fondo, todo el mundo sale perdiendo. Este, de
nuevo, es un análisis melancólico, y es válido hacerlo y vivirlo un poco, pero
en mi opinión, no hay que tomar las cosas de ese modo. Yo había pensado, por
ejemplo, respecto a Beaubourg (el Centro Georges Pompidou), que se trataba de
una especie de ofensiva de las masas contra la cultura porque el conflicto no
era en absoluto el que se pensaba: del lado del poder cultural se trataba
evidentemente de hacer que las masas accedieran a un circuito normalizado,
conforme, de integrarlas. Pero con Beaubourg, en verdad, las masas salían
ganando, destruían la cultura. No sé cómo expresar esto porque no puedo hablar
en nombre de las masas objetivamente, pero parecería que las masas al fin y al
cabo habían detestado siempre y profundamente esta cultura elitista en la cual
nunca han participado y en la que no participan hoy; se la ofrecen para su
consumo, les asignan un papel de consumidores, lo cual es una forma de
servidumbre involuntaria pero servidumbre al fin.
Entonces es indudable que hay,
inconscientemente, una especie de agresión, de pulsión contra esa cultura, que
forzosamente es una cultura noble, aun una cultura artificial (en el buen
sentido del término), y se la destruye, se acaba con ella. El combate que se
lleva a cabo en Beaubourg y en todos sus edificios no es en absoluto cultural,
progresista, humanista, ni hay allí una pedagogía cultural. Ni siquiera se
puede decir que no haya tenido éxito porque nunca comenzó en verdad. Todo ese
ciclo cultural, que tiene tantos recursos, se queda, a la postre en la misma
operación cultural burguesa, pequeñoburguesa. En esto Bordieu tiene toda la
razón: hay una discriminación, una lógica de la distinción, que excluye tanto a
las masas hoy como antes, pero hoy hay algo más, ya que en efecto ahora se les
da los medios de destruir esa cultura del consumo mismo. De nuevo aquí las
masas en verdad resuelven de cierto modo su alienación al arrollar la cultura y
los objetos culturales con su presencia; una presencia enteramente caníbal que
no es en absoluto una presencia estética. Hallo esto fantástico, pues allí hay
verdaderamente algo en juego, un drama, una dramaturgia, la de la revancha del
objeto, la revancha del objeto masa. Porque ocurre que las masas no sólo están
alienadas sino que además son un objeto, pero tienen un poder extraordinario.
Yo anuncié el «desmoronamiento
de Beaubourg: hay demasiada gente y aquello iba a terminar por desmoronarse por
el propio peso de la masa humana que venía a consumir todo aquello. Desde luego
es una profecía apocalíptica, pero ese apocalipsis ocurre: hay una lucha, un
desafío y no se debe creer que la gente acude allí tranquilamente. Aunque uno
tenga la impresión, si acude también, de formar parte de una especie de masa
amorfa, pasiva, las cosas no suceden así. Allí sucede otra cosa: la negación
violenta de la cultura, pese a las apariencias, por los que nunca tuvieron
derecho a ella.
Por un lado, nosotros hacemos
el análisis de la cultura, decimos que ya no se sabe muy bien dónde está el
valor cultural en toda esta historia, pero, por otro, quizá la masa, inconscientemente,
sepa muy bien, mejor que nosotros, que en toda esa historia ya no hay ningún
valor cultural auténtico y que no hay ninguna razón de dejarse fascinar
gratuitamente, de caer en la trampa. Las masas no caen en la trampa, que tiene
un doble sentido, una doble entrada.
Cuando uno describe la cultura
como lo he hecho hoy, se afirma que es un proceso de neutralización del valor
estético, de proliferación, de multiplicación, de universalización de los
valores estéticos que hace que ya no haya valor. Pero justamente en ese momento
tenemos enfrente a la masa, que es también una especie de objeto neutro,
indiferente, pero que tiene un gran poder de anulación, de neutralización
respecto a todo lo que se haga para sacarla de allí, para controlarla, para
ponerla a circular. Porque lo que se quiere simplemente es poner a circular a
la masa; como el dinero, debe circular. La cultura está hecha para poner a
circular a la masa, pero no es nada seguro que ésta no tenga un poder de
resistencia eficaz ante este tipo de cosas.
P: Escucho su tono de voz un poco irónico y melancólico y recuerdo a
Albert Wolf cuando, en 1876, al salir de un salón impresionista, dijo: «Vengo
de una exposición que, dicen, es de arte».
Yo pienso que las vanguardias de principios de siglo se han instalado
como padeciendo una especie de repeat sin pausa, a fuerza de tanto autoimitarse
nos permiten disfrutar de una «no interpretación», (ni siquiera las podemos ver
como en el arte figurativo); así podemos «descansan, o experimentar un «no
pensar».
¿Por qué en vez de desilusionarse, no aprendemos a gozar o a transgozar
de la puesta en escena de este arte de la inautenticidad, y recordamos un poco
a Pessoa cuando decía que bastante metafísica hay en no pensar nada?
JB: No sé si el goce es algo
que se aprenda así. «Aprender a gozar» me resulta un slogan bastante extraño.
El goce es algo que se tiene, aunque depende de lo que usted entienda por ese
término. Se puede oponer el goce al placer. Lo que falta hoy día es placer,
porque goce hay por todas partes; con el placer en cambio pasa algo diferente.
La melancolía es goce, por ejemplo, y se vive en la melancolía. Admito que todo
lo que digo es melancólico, pero no es nostálgico, lo que es distinto. La
nostalgia es el sentido del objeto perdido, es la esperanza de volver a
encontrar un estatus del sujeto. Pero la melancolía no tiene esperanza, no es
siquiera un duelo; es una situación sin ilusión, pero que puede encontrar su
goce en ese efecto perverso del mundo, en esa ilusión perversa. Pienso que el
asunto es así, que la melancolía es una tonalidad del mundo, del estado de
cosas, y que la nostalgia es una cualidad subjetiva, una de las formas del
sujeto. En mi opinión, la melancolía tiene que ver mucho más con el objeto, con
el estado de cosas. De alguna manera, nuestro universo es melancólico, pero
esto es una cualidad, hay un goce particular propio de esta cualidad
melancólica. No pasa lo mismo con la nostalgia. Hago una diferencia entre las
dos y aunque acepto gustoso que se diga que mi análisis es melancólico, no
acepto que sea nostálgico.
No estoy tan seguro,
evidentemente, de que todo esto pueda generalizarse. Digo que el mundo es
melancólico porque es ilusión, porque no tiene sentido, y esta ausencia de
sentido es melancólica, cosa que no implica ni la tristeza ni la depresión, que
son categorías psicológicas.
La melancolía es la propia
inmanencia del mundo y la ausencia de sentido aun en las apariencias. Nietzsche
habla de las apariencias en este sentido: toda nuestra estética ya no es precisamente
un juego de apariencias. Para Nietzsche, el arte es una estrategia de las
apariencias (la más sutil, por cierto). Ahora bien, las apariencias no tienen
sentido; son apariencias en la medida en que no tienen sentido, y lo que no
tiene sentido es melancólico, aunque no nostálgico porque nunca hubo sentido y
no se puede por tanto tratar de encontrarlo de nuevo. Es simplemente
melancólico porque no tiene sentido.
Si se intenta lúcidamente
manejar las apariencias y hasta darles todo el encanto de la apariencia sin
darles un sentido, sin pasar por el sentido, ello constituye una operación, no
sé si «bella» o estética, pero una operación que tiene encanto, que tiene
seducción. Allí precisamente está la seducción, y no necesariamente en el arte
moderno, que parece más bien depresivo.
La melancolía es una
tonalidad, una cualidad, y es posible encontrarla en las cosas porque está,
según pienso, en las cosas. Aquí se vuelve a encontrar un poco la oposición
entre el sujeto y el objeto, pero el sujeto, desgraciadamente, alienado como
está, es nostálgico. La noción misma de sujeto está constituida por la noción
de falta, de objeto perdido, y por consiguiente es necesariamente nostálgica.
El objeto, en cambio, no tiene nostalgia, no tiene deseo, no tiene, desde luego,
objeto perdido y no echa de menos al sujeto.
Cuando digo «el objeto», me
refiero a las apariencias, al mundo tal como es en su inmanencia. Éste tiene
una tonalidad casi musical, melancólica, debida al hecho de que es ilusión, de
que no tienen sentido.
P: Quisiera hacerle dos preguntas. La primera tiene que ver con ese
«devenir de la nada»; o sea, si se pierde el objeto de estudio, que es el otro,
como dijo anteriormente, ¿no cree que representa una ruptura epistemológica en
el conocimiento antropológico? La antropología como ciencia luchó para
establecer su objeto de estudio, su método. Ahora, en este posmodernismo, ¿qué
va a ser de ella? ¿Asistimos a su muerte?
Segunda pregunta: ¿No cree usted que el posmodernismo no es más que un
ilusionismo que justificaría a un Hermano Mayor, a una década de 1984?
JB: Respondo la pregunta sobre
la antropología. La del posmodernismo la dejó de lado.
Sí, para la antropología se
plantea un gran problema. Es sabido que desde hace tiempo la antropología se ha
convertido en una disciplina relativamente de laboratorio, que el «otro», el
primitivo, el salvaje, ya no lo es y, además, nadie va a verlo. Hoy se hace
antropología en el laboratorio, se hace antropología estructural y muy pronto
se hará en realidad virtual y ya no se necesitará al salvaje pues se le tendrá
dentro del casco. La antropología entonces, como muchas otras cosas, está
destinada, en efecto, a idealizarse y a la postre a virtualizarse en cierto
modo: ya no va a necesitar al otro pues lo «producirá». Estamos dentro de un
sistema artificial del otro. Hay una pérdida real de la alteridad y para
compensarla hay una producción perpetua, incesante, de otro, como, por ejemplo,
en la comunicación.
La antropología hoy está
condenada a un otro que ha desaparecido, o casi, y a cuya desaparición, por
cierto, contribuyó mucho. Allí está la paradoja y es siempre la misma: se pone
fin al objeto, se extermina al objeto y luego se le recrea artificialmente,
porque ahora es posible fabricarlo, controlarlo. Es nuestro destino. Pero hay
quizá una razón más de fondo que la relación con el otro. La frontera entre lo
humano y lo inhumano desaparece más y más al desaparecer la definición, la
determinación de lo humano por todo el trabajo que hoy se lleva a cabo en el
campo de la genética, de la biología. Biológica, genéticamente, ya no se sabe
dónde comienza el hombre ni dónde termina, compartimos 95% de nuestros genes
con los monos y aun 85% con los ratones. Con el progreso de la genética va
desapareciendo la figura de lo humano, su definición en términos de
trascendencia, de subjetividad. Es obvio que, si desaparece la frontera entre
lo humano y lo inhumano, desaparece la antropología.
P: Usted ha citado a Andy Warhol, que es un artista bastante extremo,
que se considera una máquina, etcétera. Me gustaría oír su opinión sobre
artistas que tienen una posición bastante distinta, como sería el caso de
Joseph Beuys.
JB: No quiero meterme en una
polémica sobre autores individuales. No digo que sólo hay Warhol y nadie más,
pero Warhol me sirve para analizar una coyuntura de la desaparición del arte
pues es el que mejor la expresa. Pero no por ello le otorgo un valor estético,
que es algo diferente. Hablo de su inestética trascendental, si se quiere, pero
es un asunto distinto.
Hay artistas a quienes admiro
mucho, pero, ¿para qué decir nombres? Admiro, como mucha gente, a Bacón, por
ejemplo, reconozco que su pintura es impresionante, que en ella sigue
poniéndose en juego esa ilusión que rebasa hasta la estética. Sí, hay cosas
como ésta y no la objeto, pero pienso que el movimiento virtual nos conduce a
que haya cada vez menos apariciones como la de Bacón.
En el proceso de que hablo
aquí hay todavía formas más originales que otras; hay al fin y al cabo
diferencias, por supuesto, porque hay creaciones geniales y otras enteramente
nulas. Sin embargo, ello no incide en lo que afirmo. Lo dije desde el comienzo:
no es conveniente hacer un catálogo de los valores en ese sentido pues es un
retorno al valor y yo no me sitúo allí. Creo que el propio Beuys, en forma
original, ha contribuido en esta desestructuración de las cosas, ha dado
ciertamente una forma sintomática a esa diseminación, a esa irrisión.
Hay entonces escalas de
valores dentro de un mismo proceso, pero resulta imposible afirmar que uno es
un buen valor y otro un valor malo. El problema no es ese. Todo el mundo repara
en la gran pobreza que encierran las frases: «Me gusta mucho eso», «A mí me
gusta aquello», etcétera. Y a eso, por cierto, se reduce hoy el sentimiento
estético. Por mi parte, estoy muy consciente de ello, hay cosas que me hacen
pensar y otras que me dejan frío. Sin embargo no quiero hacer un hit parade
sino por el contrario un análisis del proceso en su conjunto... Cada cual tiene
su propia esfera de admiración, y también yo tengo la mía, pero no he venido a
hablar de eso.
P: ¿Es cierto que estuvo paseando por los barrios de Caracas? ¿Cuál fue
su impresión?
JB: Quiero decirles algo:
prefiero las zonas marginales de Caracas a sus zonas artísticas. Y me pasa lo
mismo en Nueva York: durante años visité esa ciudad y nunca entré en un museo
porque lo que me interesa es la ciudad, Nueva York, y no lo que pueda haber
allí de vestigios estéticos, sagrados, encerrados en un museo. Esto no quiere
decir que carezcan de valor, pero si se me pregunta por mi preferencia
silvestre debo decir que prefiero lo marginal, lo silvestre, antes que lo que
está de antemano dedicado a la admiración colectiva.
ABRIL es el mes más cruel
que engendra lilas de la tierra muerta,
que entremezcla el anhelo y la memoria,
que agita las raíces con la lluvia en primavera.
Nos mantuvo abrigados el invierno,
que tapaba la tierra con la nieve olvidadiza
y nutría la poca vida con resecos bulbos.
En el Starnbergersee nos sorprendió el verano
con un gran aguacero; bajo el pórtico
esperamos al sol, fuimos al Hofgarten
y tomamos café y por una hora
entera hablamos. Bin gar keine Russin
stamm' aus Litauen, echt deutsch. Y de niños,
en casa de mi primo el archiduque,
salimos en trineo, y él me vio asustada.
Marie, Marie, aférrate, me dijo. Y nos lanzamos.
Me siento libre en las montañas. Leo
casi toda la noche, y en invierno voy al sur.
¿Qué raíces se agarran, cuáles ramas brotan
de estos cascajos? Hijo de hombre, nada puedes
decir ni suponer porque conoces sólo
un cúmulo de imágenes quebradas, donde pega
el sol y no da amparo el árbol ni consuelo el grillo
ni rumor de agua da la seca piedra.
Sombra sólo hay bajo esta roca roja
(ven a la sombra de esta roca roja),
y yo te mostraré algo que es distinto
a tu sombra que al alba a largos pasos te persigue
o a tu sombra que crece en el ocaso hasta encontrarte;
yo te mostraré el miedo en un montón de polvo. Frisch weht der Wind Der Heimat zu. Mein Irisch Kind, Wo weilest du? "Los primeros jacintos hace un año me los diste,
la niña del jacinto me decían"
Pero al regresar, tarde, del jardín de los jacintos,
tus cabellos mojados y los brazos llenos,
no pude hablar, los ojos me fallaron,
no estaba vivo ni tampoco muerto, nada
supe al mirar al interior del corazón
de la luz, el silencio. Od' und leer das Meer.
Madame Sosostris, gran clarividente,
estaba muy resfriada, y sin embargo
se dice que en Europa es la mujer más sabia,
con un mazo de cartas del demonio. Dijo: aquí
está tu carta: el Marinero ahogado de Fenicia
(donde estaban sus ojos ahora hay perlas, ¡mira!)
Aquí está Belladonna, la Señora de las Rocas,
señora de las situaciones.
Aquí está el hombre y sus tres bastos, luego está la Rueda,
Y aquí está el mercader de un ojo solo, y este naipe,
que es blanco, es algo que en su espalda carga,
que no se me permite ver. No encuentro
al Ahorcado. La muerte por el agua has de temer.
Veo muchedumbres caminando en ronda.
Gracias. Si ves a la señora Equitone,
avísale que llevo yo el horóscopo:
hay que ser más que cuidadoso en estos días.
Ciudad irreal,
Bajo la parda niebla de un amanecer de invierno
en el Puente de Londres tanta gente caminaba,
que no pensé que fueran tantos los llevados por la muerte.
Exhalaban suspiros breves cada tanto,
todos con la mirada fija ante los pies.
Subían por la cuesta y por King William Street bajaban,
hasta donde Saint Mary Woolnoth daba la hora
con golpe seco al terminar las nueve.
Allí vi a un conocido y lo detuve: "¡Stetson!
¡Tú te embarcaste en Milas, como yo!
¿Ha brotado el cadáver que plantaste en tu jardín
el año que pasó? ¿Florecerá en este año?
¿O ha turbado su lecho la imprevista escarcha?
Mantén lejos al Perro, que es amigo de los hombres,
o con sus uñas volverá a desenterrarlo!
***
The Waste Land / ELIOT
April is the cruellest month, breeding
Lilacs out of the dead land, mixing
Memory and desire, stirring
Dull roots with spring rain.
Winter kept us warm, covering
Earth in forgetful snow, feeding
A little life with dried tubers.
Summer surprised us, coming over the Starnbergersee
With a shower of rain; we stopped in the colonnade,
And went on in sunlight, into the Hofgarten,
And drank coffee, and talked for an hour.
Bin gar keine Russin, stamm' aus Litauen, echt deutsch.
And when we were children, staying at the archduke's,
My cousin's, he took me out on a sled,
And I was frightened. He said, Marie,
Marie, hold on tight. And down we went.
In the mountains, there you feel free.
I read, much of the night, and go south in the winter.
What are the roots that clutch, what branches grow
Out of this stony rubbish? Son of man,
You cannot say, or guess, for you know only,
A heap of broken images, where the sun beats,
And the dead tree gives no shelter, the cricket no relief,
And the dry stone no sound of water. Only
There is shadow under this red rock,
(Come in under the shadow of this red rock),
And I will show you something different from either
Your shadow at morning striding behind you
Or your shadow at evening rising to meet you;
I will show you fear in a handful of dust. Frisch weht der Wind Der Heimat zu. Mein Irisch Kind, Wo weilest du?
'You gave me hyacinths first a year ago;
'They called me the hyacinth girl.'
—Yet when we came back, late, from the Hyacinth garden,
Your arms full, and your hair wet, I could not
Speak, and my eyes failed, I was neither
Living nor dead, and I knew nothing,
Looking into the heart of light, the silence. Od' und leer das Meer
Madame Sosostris, famous clairvoyante,
Had a bad cold, nevertheless
Is known to be the wisest woman in Europe,
With a wicked pack of cards. Here, said she,
Is your card, the drowned Phoenician Sailor,
(Those are pearls that were his eyes. Look!)
Here is Belladonna, the Lady of the Rocks,
The lady of situations.
Here is the man with three staves, and here the Wheel,
And here is the one-eyed merchant, and this card,
Which is blank, is something he carries on his back,
Which I am forbidden to see. I do not find
The Hanged Man. Fear death by water.
I see crowds of people, walking round in a ring.
Thank you. If you see dear Mrs. Equitone,
Tell her I bring the horoscope myself:
One must be so careful these days.
¡Tú! Hypocrite lecteur!—mon semblable,—mon frère!' Unreal City,
Under the brown fog of a winter dawn,
A crowd flowed over London Bridge, so many,
I had not thought death had undone so many.
Sighs, short and infrequent, were exhaled,
And each man fixed his eyes before his feet.
Flowed up the hill and down King William Street,
To where Saint Mary Woolnoth kept the hours
With a dead sound on the final stroke of nine.
There I saw one I knew, and stopped him, crying 'Stetson!
'You who were with me in the ships at Mylae!
'That corpse you planted last year in your garden,
'Has it begun to sprout? Will it bloom this year?
'Or has the sudden frost disturbed its bed?
'Oh keep the Dog far hence, that's friend to men,
'Or with his nails he'll dig it up again! 'You! hypocrite lecteur!—mon semblable,—mon frère!'