Wednesday, June 13, 2012

AMÉRICA DESAPARECIDA / POR GEORGES BATAILLE


AMÉRICA DESAPARECIDA / POR GEORGES BATAILLE *

 http://www.non-fides.fr/IMG/auton95.jpg

 

 
Les Cahiers de la République des Lettres, des Sciences et des Arts, XI: L’Art Précolombien. L’Amérique avant Christophe Colomb, París, [1928], pp. 5-14.

La vida de los pueblos civilizados de América precolombina no sólo es prodigiosa para nosotros por el hecho de su descubrimiento y su instantánea desaparición, sino también porque sin duda jamás la demencia humana ha concebido una excentricidad más sanguinaria: ¡crímenes continuos cometidos a pleno sol por la mera satisfacción de pesadillas deificadas, fantasías aterradoras! Comidas caníbales de los sacerdotes, ceremonias con cadáveres y con arroyos de sangre, más que una aventura histórica evoca los deslumbrantes excesos descritos por el ilustre marqués de Sade.
Es verdad que esta observación concierne sobre todo a México. Perú representa quizá un espejismo singular, una incandescencia de oro solar, un resplandor, una riqueza perturbadora: la realidad no corresponde a esta sugerencia. La capital del imperio inca, Cuzco, estaba situada sobre una meseta elevada al pie de una suerte de acrópolis fortificada. Esta ciudad tenía un carácter de grandeza pesada y masiva. Casas altas construidas en cuadros de rocas enormes, sin ventanas exteriores, sin ornamento y cubiertas en paja, daban a las calles un aspecto medio sórdido y triste. Los templos que dominaban los techos eran de una arquitectura igualmente desnuda: sólo el frontón estaba todo recubierto por una placa de oro repujado. A este oro hay que añadir las telas de colores brillantes con que se cubrían los personajes ricos y elegantes, pero nada bastaba para disipar una impresión de mediocre salvajismo y sobre todo de uniformidad embrutecedora.

Cuzco era, en efecto, la sede de uno de los Estados más administrativos y regulares que los hombres hayan formado. Después de conquistas militares importantes, debidas a la organización meticulosa de un gigantesco ejército, el poder del Inca se extendía sobre una región considerable de América del Sur, Ecuador, Perú, Bolivia,
norte de Argentina y de Chile. En este dominio abierto por caminos, un pueblo entero obedecía a las órdenes de los funcionarios como se obedece a los oficiales en los cuarteles. El trabajo estaba repartido, los matrimonios decididos por los funcionarios. La tierra y las cosechas pertenecían al Estado. Los festejos eran fiestas religiosas del Estado. Todo se encontraba previsto en una existencia sin aire. Ésta organización no debe ser confundida con la del comunismo actual: ella difería de éste esencialmente, puesto que reposaba sobre la herencia y la jerarquía de las clases.

En estas condiciones, no es sorprendente que haya relativamente pocos trazos brillantes que reportar de la civilización Inca. Incluso los horrores son poco impactantes en Cuzco. Con la ayuda de lazos se estrangulaba a las raras víctimas en los templos, aquel del Sol, por ejemplo, cuya estatua de oro masivo, fundida desde la conquista, conserva a pesar de todo un prestigio mágico. Las artes, aunque muy brillantes, no presentan empero más que un interés de segundo orden: los tejidos, los vasos en forma de cabezas humanas o de animales son notables. Pero en esta comarca hay que buscar en otra parte, y no entre los incas, una producción verdaderamente digna de interés. En Tihuanaco, en el norte de Bolivia, la famosa puerta del Sol ya da testimonio de una arquitectura y de un arte prestigiosos que hay que atribuir a una época muy anterior. De las cerámicas, diversos fragmentos
se unen en estilo a esta puerta milenaria. En suma, en la época misma de los incas, son los pueblos de la costa, de civilización más antigua, los autores de los objetos más curiosos.

Colombia, Ecuador, Panamá, las Antillas presentaban igualmente en la época de la conquista civilizaciones muy desarrolladas cuyo arte nos sorprende hoy. Incluso hay que atribuir a los pueblos de esas regiones una parte de las estatuillas fantásticas, con rostros de ensueño que sitúan al arte precolombino en las preocupaciones actuales. No obstante, hay que precisar de inmediato que nada en la América desaparecida puede, según nosotros, igualarse a México, región en la cual hay que distinguir por otra parte dos civilizaciones muy diferentes, aquella maya qu’itché y la de los mexicanos propiamente dichos. La civilización maya qu’itché en general pasa por haber sido la más brillante y la más interesante de todas las de la América desaparecida. En efecto, sus producciones son las que probablemente se aproximan más de aquellas que los arqueólogos tienen costumbre de señalar como notables.

Se desarrolló en una época anterior por algunos siglos a la conquista española en la región oriental de América central, en el sur del México actual, exactamente en la península de Yucatán. Estaba en plena decadencia cuando llegaron los españoles.

El arte maya ciertamente es más humano que ningún otro en América. Aunque no hubo ciertamente influencia, es difícil no aproximarlo a las artes contemporáneas de Extremo Oriente, al arte khmer por ejemplo, del cual tiene el carácter de vegetación pesada y exuberante: uno y otro se desarrollaron por lo demás bajo un cielo de plomo en países demasiado calientes y malsanos. Los bajorrelieves mayas representan a los dioses con forma humana, pero pesada y monstruosa, muy estilizada, sobre todo muy uniforme. Se los puede mirar como sumamente decorativos. En efecto, forman parte de conjuntos arquitectónicos muy prestigiosos, que fueron los primeros que permitieron que las civilizaciones de América rivalizaran con las grandes civilizaciones clásicas. En Chichén Itzá, en Uxmal, en Palenque, se descubren aún las ruinas de templos y de palacios imponentes, a veces ricamente trabajados. Se conocen, por lo demás, los mitos religiosos y la organización social de esos pueblos. Su desarrollo tuvo ciertamente una gran influencia y ha determinado en gran parte a la civilización del altiplano, pero su arte no deja de tener algo de nacido muerto, llanamente repugnante a despecho de la perfección de la riqueza del trabajo.

Si se quiere aire y violencia, poesía y humor, no se los hallará más que en los pueblos de México central que han alcanzado un alto grado de civilización poco antes de la conquista, es decir, en el transcurso del siglo xv.

Sin duda los mexicanos que encontró Cortés no eran sino bárbaros recientemente cultivados. Habiendo llegado del norte, en donde llevaban la vida errante de los pieles rojas, ni siquiera han asimilado de manera brillante lo que tomaron de sus predecesores. Así, su sistema de escritura, análogo al de los mayas es empero inferior. No importa: entre los diversos indios de América, el pueblo azteca, cuya muy poderosa confederación se apoderó de casi todo el México actual durante el siglo xv, no deja de ser el más vivo, el más seductor; incluso por su violencia demente, por su paso de sonámbulo.

En general los historiadores que se han ocupado de México se han ido hasta cierto punto presas de la incomprensión. Si se tiene en cuenta, por ejemplo la manera literalmente extravagante de representar a los dioses, las explicaciones desconciertan por su debilidad.

“Cuando uno pone los ojos en un manuscrito mexicano, dice Prescott, uno queda impactado de ver ahí las más grotescas caricaturas del cuerpo humano, cabezas monstruosas, enormes, sobre pequeños cuerpos enfermizos, deformes, cuyos contornos son rígidos, angulosos, pero si se mira más de cerca, se vuelve claro que se trata menos de un ensayo torpe de representar la naturaleza que de un símbolo convencional para expresar la idea de la manera más clara, más impactante. Es así como las piezas de mismo valor en un juego de ajedrez corresponden entre ellas por la forma, pero ofrecen muy poco parecido con los objetos que se supone representan.”

Esta interpretación de las deformaciones horribles o grotescas que perturbaron a Prescott nos parece hoy insuficiente. Sin embargo, si se remonta a la época de la conquista española, se encontrará sobre este punto una explicación verdaderamente digna de interés. El monje Torquemada atribuye los horrores del arte mexicano al demonio que obsesionaba al espíritu de los indios: “Las figuras de sus dioses, dice, eran semejantes a las de sus almas por el pecado en que vivían sin fin.”

Una aproximación se impone evidentemente entre la manera de representar los diablos entre los cristianos y los dioses entre los mexicanos.

Los mexicanos eran probablemente tan religiosos como los españoles, pero mezclaban con la religión un sentimiento de horror, de terror, aliado a una especie de humor negro más espantoso que el horror. La mayoría de sus dioses son feroces o extrañamente malhechores. Tezcatlipoca parece obtener un placer inexplicable de ciertas “supercherías”. Sus aventuras, contadas por el cronista español Sahagún, forman una curiosa contrapartida de la Leyenda Dorada. A la miel cristiana se opone el aloe azteca, a la curación de los enfermos, bromas siniestras. Tezcatlipoca se pasea en medio de las multitudes jugueteando y bailando con un tambor: la multitud danza en tropel y se apresura absurdamente hacia los abismos en donde los cuerpos se despedazan y mutan en rocas. Sahagún cuenta así otra “mala pasada” del Dios nigromante: “Llovió un chaparrón de piedras y a continuación una gran roca llamada techcalt. A partir de ese momento, una vieja india viajaba en un lugar llamado Chapultepec cuitlapilco, ofreciendo a la venta pequeñas banderas de papel gritando: ‘¡Hay banderitas!’. Cualquiera que decidiera morir decía: ‘Cómprenme una banderita’, y cuando se la habían comprado, llegaba al lugar del techcalt, en donde se lo mataba sin que a nadie se le ocurriera decir: ‘¿Qué es lo que nos pasa?’ Y todos estaban como enloquecidos.”

Parece muy evidente que los mexicanos obtenían un placer turbio en este género de mistificación. Es incluso probable que estas catástrofes de pesadilla les hicieran reír de cierta manera. Así hemos llegado a comprender directamente alucinaciones tan delirantes como los dioses de los manuscritos. El coco o el chamuco son palabras que se asociaron a esos personajes violentos, malas bromas siniestras, llenos de humor malintencionado, así como ese dios Quetzalcóatl que hace grandes deslizamientos desde lo alto de las montañas sentado sobre una tablita…

Los demonios esculpidos de las iglesias de Europa serían comparables por completo con ellos (participaban sin duda alguna de la misma obsesión esencial) si tuvieran también el carácter de poder, la grandeza de los fantasmas aztecas, los más sanguinarios de todos lo que han poblado las nubes terrestres.

Sanguinarios al pie de la letra, como cada uno lo sabe. No hay uno solo de ellos al que no se haya salpicado de sangre periódicamente para festejarlo. Las cifras citadas varían: sin embargo, es posible admitir que el número de víctimas anuales alcanzaba como mínimo varios miles sólo en la ciudad de México. El sacerdote hacía que se mantuviera a un hombre con el vientre al aire, la espalda arqueada sobre una especie de gran mojón y le abría el tronco golpeándolo violentamente con un golpe de cuchillo de piedra brillante. Cortados así los huesos, el corazón era tomado con las puras manos de la apertura inundada de sangre y arrancado violentamente con una habilidad y una presteza tales que esta masa sangrienta continuaba palpitando orgánicamente durante algunos segundos encima de la brasa roja: a continuación el cadáver repelido rodaba con pesadez hasta lo más bajo de una escalinata. Finalmente, al caer la noche, todos los cadáveres eran desollados, descuartizados y cocidos, y los sacerdotes venían a comerlos.

Éstos no se contentaban por lo demás con inundarse de sangre, ni con inundar con ella los muros del templo, los ídolos, las flores brillantes que colmaban el altar: en ciertos sacrificios que comportaban la desolladura inmediata del hombre herido, el sacerdote exaltado se cubría el rostro con la piel sangrante del rostro y el cuerpo con la del cuerpo. Así revestido con este traje increíble, rogaba a su dios con delirio.

Pero aquí es el lugar para precisar con insistencia del carácter sorprendentemente feliz de esos horrores. México no era sólo el más rebosante de los rastros de hombres, también era una ciudad rica, verdadera Venecia con canales y pasarelas, templos decorados y sobre todo bellos jardines de flores. Incluso sobre las aguas se cultivaban flores con pasión. Se adornaba con ellas los altares. Antes de los sacrificios se hacía bailar a las víctimas “llevando collares y guirnaldas de flores. Tenían también rodelas floreadas y juncos perfumados que sahumaban y olían alternativamente.”

Uno imagina fácilmente los enjambres de moscas que debían arremolinarse en la sala del sacrificio cuando ahí la sangre chorreaba. Mirbeau, que los soñaba ya para su Jardín de los suplicios escribía que “en ese medio de flores y de perfumes eso no era ni repugnante, ni terrible”.

La muerte, para los aztecas, era nada. Pedían a sus dioses no sólo que les permitieran recibir la muerte con alegría, sino incluso ayudarles a encontrar en ella encanto y dulzura. Querían ver a las espadas y a las flechas como golosinas. Esos guerreros feroces sin embargo no eran sino hombres afables y sociables como todos los demás, que amaban reunirse para beber y hablar. También era de uso corriente en los banquetes aztecas emborracharse con alguno de los diversos estupefacientes de los que hacían uso habitualmente.

Parece que hubiera habido en ese pueblo de valor extraordinario un gusto exasperante por la muerte. Se entregó a los españoles presa de una suerte de locura hipnótica. La victoria de Cortés no es un hecho de fuerza, sino de un verdadero hechizo. Como si esa gente hubiera vagamente comprendido que una vez llegado a ese grado de feliz violencia la única salida era, para ellos como para las víctimas con las cuales apaciguaban a sus dioses festivos, una muerte súbita y aterradora.

Ellos mismos han querido servir hasta el final de “espectáculo” y de “teatro” para esos personajes lunáticos, “servir de entretenimiento”, de “diversión”. En efecto, es así como concebían su extraña agitación. Extraña y precaria, porque murieron tan bruscamente como un insecto que se aplasta.

Traducción de Manuel Hernández García.
 
 *Escritor y ensayista francés, nacido en Billom, Puy-de-Dôme. Estudia en la Ecole des Chartes, de París, donde se gradúa en 1922, y en la Escuela Superior de Estudios Hispánicos, de Madrid, a donde acude en 1923, le sirven para ganarse la vida como numismático en la Biblioteca Nacional de París, donde ingresa en 1924. Su contacto con la filosofía viene de las lecturas de Nietzsche, realizadas en 1923, y de Hegel en 1929. Su obra, preferentemente literaria - ensayos, suele decirse, que parecen novelas y que no llegan a serlo- entra en el terreno de la filosofía, en el ámbito propio de la corriente posestructuralista francesa, cuyo exponente principal es Derrida, y cuya preocupación central es investigar por qué se vincula la racionalidad con la palabra escrita, y poner en evidencia el trasfondo de irracionalidad que hay en esta creencia y la crítica total al concepto de sujeto. Su obra filosóficamente más importante la forman La experiencia interior (1943), El culpable (1944) y Sobre Nietzsche (1945), libros escritos durante la ocupación alemana, Suma ateológica I (1954), y Suma ateológica II (1961). Son particularmente interesantes sus escritos sobre estética y sobre erotismo. Fundó las revistas Documents (1929-1930) y Critique (1946) y la sociedad secreta Acéphale (1936-1939).
 

Monday, June 11, 2012

Werner Sombart – La pasión por el oro y el dinero

Werner Sombart – La pasión por el oro y el dinero*




Si no toda la Historia europea, al menos la del espíritu capitalista tuvo su principio en la lucha de dioses y hombres por la posesión del oro nefasto. 
La Voluspa nos narra cómo la fusión del legendario reino acuático de los Wanes con el imperio de la luz de los Ases llenó el mundo de lucha y de pecado, y cómo esto fue motivado por el oro, propiedad del reino del agua, que vino a parar a manos de los Ases por mediación de los gnomos que trabajan en las profundidades de la tierra y tienen fama de robar oro y de ser hábiles orífices. El oro, símbolo de la tierra que aflora a la luz con sus semillas y frutos dorados, despertando la envidia y la querella, símbolo de esta tierra que se convierte en escenario de vicios y crímenes, representa el codiciado y ansiado poder, el esplendor que embarga los sentidos (1) Con estas profundas reflexiones los Eddas sitúan el ansia de oro en el centro de la Historia mundial:

Bien conocí la canción de la guerra, que resuena en el mundo 
desde que los dioses molieron y fundieron por primera vez 
la masa dorada en el recinto del padre de la discordia 
cociendo tres veces a la tres veces nacida. 
Adondequiera que llega, se le da la bienvenida. 
Ante la hechicera, incluso los lobos se vuelven mansos; 
por sus artes mágicas y sus fuerzas ocultas, 
es venerada siempre por los malos. 
……………………………………………
Ahora se degüellan entre sí los hermanos y se convierten en asesinos; 
los hijos traman la perdición de la estirpe; 
Los abismos retumban; el espíritu de la codicia cabalga: 
nadie respeta a nadie. 
¿Lo sabíais? 

Así reza «el mensaje de Wala». 

Así, pues, esto te aconsejo, Sigfrido: no desoigas mis palabras 
y márchate al galope de aquí; 
el sonido de este oro, la llama de este tesoro, 
estos anillos te han de asesinar; 

exhorta Fafner, pero Sigfrido replica: 

Ya has dado tu consejo; pero yo dirijo mi caballo 
hacia la llanura, al lugar del tesoro, 
oro apetece gustoso todo el mundo. 

¡Y también Sigfrido! 
La leyenda no hace más que reflejar la realidad. Todo parece confirmar que antiguamente, en los pueblos de la joven Europa, aunque acaso al principio sólo en las clases superiores, se despertó una sed insaciable de oro. Los orígenes de esta codicia se pierden en las insondables tinieblas de la Prehistoria. Pero hemos de suponer que su desarrollo cubrió las mismas etapas que en otros pueblos. 
Al comienzo de la cultura sólo encontramos el gusto por el adorno, por el esplendor centelleante de los metales preciosos que se utilizan entonces como aderezo. 
Después el placer consistió en el máximo ornato. A esto se añade más tarde el placer por la posesión de muchas alhajas, el cual se convierte fácilmente en un placer por la posesión de muchos objetos de adorno. 
La primera cima que alcanza esta carrera en pos del oro es el placer por la pura posesión del precioso metal, sea cual sea la forma en la que se presente, si bien continúa prefiriéndose en formas estéticas. 
Es la época de la acumulación de tesoros. Los primeros documentos históricos que nos hablan de la actitud de los pueblos germanos en relación con el oro (y la plata) datan precisamente de esa época. El afán de acumular «tesoros» constituye un fenómeno tan importante en la historia de los pueblos europeos que merece ser estudiado con algún detalle. Por ello ofrezco aquí algunos párrafos extraídos de la vívida exposición que hace Gustav Freytag de estos fenómenos y circunstancias de la Baja Edad Media (2)
Los germanos eran un pueblo sin dinero cuando se lanzaron contra las fronteras romanas; la moneda romana de plata entonces en curso era mala ya desde el siglo III, mero cobre plateado de valor inestable. Así, pues, fue el oro lo primero que cautivó el deseo de los germanos. Pero no les gustaba como metal acuñado, lo codiciaban como adorno de guerra y para las copas de homenaje en los banquetes, como corresponde a un pueblo joven que gusta de exhibir sus riquezas, y al estilo germánico que envuelve incluso la ventaja práctica en reflexiones significativas. Una alhaja valiosa era honra y orgullo del guerrero. Pero para el señor que mantenía al guerrero la posesión de tales joyas encerraba un valor aún mayor. El jefe tenía el deber de ser generoso con sus hombres, y la mejor prueba de esta generosidad era la abundante distribución de valiosos objetos de adorno. Quien podía permitírsela estaba seguro del elogio del trovador y de la alabanza de sus seguidores, así como de poder conseguir en todo momento el apoyo que precisase. Poseer un tesoro equivalía, pues, a tener poder; la labor del monarca sagaz consistía en rellenar continuamente con nuevos ingresos los huecos que se producían en el tesoro. Tenía que guardarlo en lugar seguro, pues sus enemigos estaban siempre al acecho; el tesoro sacaba a su poseedor de cualquier apuro, reclutaba incesantemente seguidores que le rindieran juramento de fidelidad. En la época de las emigraciones se generalizó, según parece, la costumbre de constituir un tesoro familiar. Leovigildo, hacia el año 568, fue uno de los primeros en formar un tesoro y en adoptar vestiduras reales y el uso del trono; hasta entonces los monarcas visigodos se habían codeado con el pueblo, vistiendo y viviendo como un individuo cualquiera. A partir de aquel momento el poder real va a descansar sobre el imperio, el tesoro y el pueblo. 
El tesoro de un monarca estaba compuesto por alhajas y utensilios (primero de oro, más tarde también de plata), brazaletes, fíbulas, diademas, collares, vasos, cuernas, cuencos, fuentes, jarras, bandejas, arneses, en parte trabajados por artífices romanos, en parte de fabricación local; se componía además de piedras preciosas y de perlas, de valiosas vestiduras tejidas en los telares imperiales y de lujosas y aceradas armas. Posteriormente pasaron a formar parte del tesoro las monedas de oro, sobre todo cuando por su tamaño o acuñación se salían de lo corriente; por último también se incluyeron lingotes de oro fundido en forma de barras, a la manera romana, y de ampollas y cuñas, al estilo teutón. También los reyes preferían el metal precioso trabajado al monótono dinero, y ya en el período de las emigraciones se concedía más valor a un trabajo reputado como fino y bello y a unas piedras preciosas engarzadas. Además se buscaba la suntuosidad en el volumen y peso de los diversos objetos. Se fabricaban en tamaño gigantesco, como era el caso de las fuentes de plata que habían de ser izadas a la mesa por medio de máquinas. joyas de este tipo eran recibidas por el monarca como presentes intercambiados en todo acto oficial: visitas, embajadas, tratados de paz y, sobre todo, en calidad de tributo por parte de los romanos que estaban obligados a pagar la no despreciable suma de 300.000 libras de oro al año. Otras formas de entrar en posesión de objetos de valor eran la rapiña, el botín de guerra, los impuestos de los sojuzgados y las rentas de sus propiedades. También se trabajaba a menudo el metal acuñado que entraba en el tesoro de los imperios germanos recién fundados. El propietario gustaba de hacer alarde de sus alhajas y del tamaño de sus arcas repletas de dinero. 
Pero no sólo los monarcas y jefes se procuraban un tesoro; todo el que podía seguía su ejemplo. A los príncipes se les abría ya desde su nacimiento un tesoro propio. Cuando en el 584 murió el hijo de Fredegunda, a la corta edad de dos años, se llenaron cuatro carros con su tesoro en vestiduras de seda y alhajas de oro y plata. De igual forma las hijas de los reyes recibían con ocasión de sus bodas tal cantidad de joyas y objetos valiosos que a menudo eran asaltadas por su rico cargamento en el mismo viaje nupcial. Este tesoro se juntaba a base de las llamadas donaciones voluntarias de los súbditos, obtenidas mediante una terrible opresión por parte de algunos monarcas especialmente duros. Cuando Rigunda de Franconia fue enviada a los visigodos de España en el año 584, se cargaron con su tesoro cincuenta inmensos carros. Los duques y otros funcionarios del rey obtenían una cosecha similar. Los señores contemplaban recelo el tesoro de los funcionarios; a menudo el recaudador servía de simple esponja que una vez empapada era exprimida hasta su última gota, y el infeliz podía darse por contento si no perdía también su vida con el dinero de sus arcas. Fue un gran acto de clemencia por parte del rey longobardo Agilulfo el contentarse con quitarle la fortuna al rebelde duque Gaidulfo, oculta por éste en una isla del lago de Como, y recibir de nuevo al insurrecto para otorgarle su perdón «porque le habían sido quitadas las fuerzas para hacer daño». Si el soberano no conseguía incautarse a tiempo del tesoro del súbdito, podía llegar verse obligado a luchar contra él por la soberanía. 
Monasterios e iglesias actuaban de igual manera, invirtiendo sus colectas y limosnas en cálices, vasijas, tabernáculos, cubiertos de oro y piedras preciosas. Cuando un obispo se veía en apuros por causa de la guerra, tomaba un cáliz de oro del tesoro eclesiástico, hacía acuñar dinero con él y redimía de esta forma a sí y a los suyos. El tesoro de un santo era mirado con respeto y temor incluso por los más desalmados saqueadores, porque el propietario, con sus quejas, podía perjudicar mucho a los ladrones en el cielo. Pero no siempre podía un santo, por muy temido que fuera, contener la codicia, etc. 

El valor de un tesoro reside en su magnitud: con ello aparece ya una primera apreciación cuantitativa junto a la primitiva apreciación cualitativa. y esta magnitud se concibe además como algo perceptible, como algo que se puede medir y pesar. Esta valoración puramente material del tesoro perdura hasta bien avanzada la era de la economía monetaria. Todavía en la Alta Edad Media encontramos entre los pueblos europeos este afán por la acumulación de tesoros (muy extendido ya por otra parte en la Antigüedad y no desaparecido en las culturas primitivas actuales), que supera a menudo con creces la pasión por el dinero. 
Así, por ejemplo, los tesoros de trozos de plata del este de Europa, de los siglos X y XI (grandes cantidades de pedazos de plata y de monedas partidas) que se encuentran por toda la región que va desde Silesia hasta el Báltico, dan testimonio de que no eran las monedas acuñadas sino el metal como mercancía lo que se estimaba y conservaba (3). 
Por aquella misma época encontramos que en Alemania (4) en Francia (5), e incluso en Italia (6) el tesoro de los .ricos se componía de recipientes de oro y plata, cuya posesión era apreciada por sí misma, fuera de toda consideración de su valor en dinero. 
En algunos países, como España, la costumbre de la acumulación de tesoras perdura hasta los siglos de la Edad Moderna. El duque de Frías dejó al morir tres hijas y 600.000 escudos de dinero en numerario. Esta suma fue depositada en unas arcas que llevaban el nombre de las hijas: la mayor tenía entonces siete años. Los tutores encargados de las llaves no abrieron los arcones más que para entregar el dinero a los esposos como dote. Todavía en los siglos XVI y XVII se llenaba la casa española de utensilios de oro y plata. A la muerte del duque de Alburquerque se necesitaron seis semanas para pesar y tomar nota de sus objetos de oro y plata; tenía, entre otras cosas, 1.400 docenas de platos, 50 bandejas grandes y 700 pequeñas, 40 escalerillas de plata para alcanzar la parte superior de los aparadores. El duque de Alba, que no tenía fama de ser especialmente rico, dejó, sin embargo, 600 docenas de platos, 800 bandejas, etc., todo de plata (7). La tendencia a la «acumulación de tesoros» era tan fuerte en la España de aquel tiempo que el rey Felipe III publicó en el año 1600 un decreto ordenando que se fundieran todos los utensilios de oro y plata del país y se acuñaran en monedas.  (8) 
Pero esta tendencia que aún pervivía en los españoles ricos del siglo XVI era un anacronismo: la evolución general del espíritu europeo había sobrepasado ya el período de la acumulación de tesoros, que tocara a su fin alrededor del siglo XII. A partir de entonces el interés se centró en la forma del metal noble, aun cuando su posesión siguiera ansiándose cada vez más. Pero ahora los montones de oro y plata no se valoran ya al peso, independientemente de su aspecto; lo que se ha empezado a valorar por encima de todo es el dinero, es decir, el metal precioso en su forma más común, en la de equivalente de mercancías, medio de cambio y de pago. 
La codicia de oro se ve relevada por la pasión por el dinero, de la que vamos a ofrecer ahora algunos testimonios. 
Parece como si (excepto entre los judíos) este «afán de lucro» -este lucri rabies, como se llamó desde entonces-hubiera anidado preferentemente en los círculos clericales. En todo caso, desde tiempos muy tempranos tenemos noticias de clérigos que son censurados por su «vergonzosa codicia»; en el siglo IX nos encontramos en los concilios con quejas contra la usura practicada por los clérigos (9). De sobra conocido es el papel que desempeñaba el dinero durante la Edad Media en la ocupación de cargos eclesiásticos. Un observador tan sereno como L. B. Alberti afirma que la codicia es un fenómeno general entre la clase sacerdotal de su tiempo. Refiriéndose al Papa Juan XXII afirma: «Tenía defectos y sobre todo aquel que, como es sabido, es común casi todos los clérigos: era codicioso en grado sumo, tanto que todo cuanto había en torno suyo se le antojaba venal» (10).
Pero cuando Alberti escribe estas palabras hace ya mucho que la codicia ha dejado de ser (caso de que lo hubiera sido alguna vez) privilegio exclusivo de clérigos v judíos. Antes bien, puede decirse que había atacado ya hacía mucho tiempo a amplios círculos de la población, por no decir al pueblo entero. 
Parece (y repito parece, pues tratándose de fenómenos como los aquí estudiados no puede establecerse de forma exacta el momento de su aparición en la Historia), parece como si el gran giro se hubiera verificado también en este aspecto en el siglo XIII, por lo menos en lo que se refiere a los países avanzados como Alemania, Francia e Italia. Lo cierto es que en este siglo se van acumulando, particularmente en Alemania, las quejas contra el continuo incremento de la codicia: 

En amor y en ganancias únicamente 
reside el sentido del mundo entero. 
Más dulces aún que el amor son 
para la mayoría las ganancias. 
Por agradables que sean mujer e hijos, 
las ganancias lo son mucho más. 
………………………………………..
La preocupación del hombre 
es ganar dinero. 

Así canta y repite una y otra vez Freidank. Y lo mismo Walter van der Vogelweide, cuya obra devuelve en muchos pasajes un eco semejante (11) Palabras aún más duras encuentran, como es natural, los moralistas de la época, como el autor de una poesía de los cantares de Carmina Burana (12) (manuscrito atribuido a los Benedictinos) o el orador popular Berthold van Regensburg (13).
Por aquellos mismos tiempos lanzaba Dante sus sentencias contra la codicia de la nobleza y de los burgueses de las ciudades italianas, que habían sido invadidas desde el Trecento por una intensa fiebre de lucro. «Piensan demasiado en la forma de ganar dinero, tanto que casi puede decirse que en su interior arde, cual llameante fuego, un insaciable anhelo de posesión», leemos en la Descripción de Florencia, -del año 1339 (14) «El dinero», proclama por aquel entonces Beato Dominici (15) «es muy querido por grandes y pequeños, clérigos y seglares, ricos y pobres, monjes y prelados; todo depende del dinero: pecuniae obediunt omnia. Esta maldita sed de oro arrastra a las enloquecidas almas al mal; ciega la razón, extingue la conciencia, empaña la memoria, desvía la voluntad, no conoce amigos ni parientes, no teme a Dios ni se avergüenza ya ante los hombres». 
Hasta qué punto se había impuesto, por ejemplo, en la Florencia del siglo XIV esta tendencia cien por cien mammonista es algo que podemos deducir de los relatos y observaciones que han llegado hasta nosotros en los Libri della famiglia de L. B. Alberti. En ellos se alaba la riqueza como bien cultural imprescindible y se hace justicia al afán de lucro que dominaba por completo todos los sectores de la población: «nadie piensa en otra cosa que en ganancia y riqueza»; «toda reflexión se ocupa de la forma de ganar dinero»; «las riquezas que casi todo el mundo persigue ... », etc. (En las notas doy algunos párrafos especialmente característicos de los Libri della famiglia de Alberti) (16). 
Conocemos además numerosas declaraciones de los siglos XV y XVI que atestiguan que el dinero había empezado a ocupar su posición dominante en todo el Occidente europeo. Pecuniae obediunt omnia, se queja Erasmo; «El dinero es el dios de la tierra», anuncia Hans Sachs. Digno de compasión llama Wimpheling a su tiempo, en el que ha comenzado el imperio del dinero. Pero Colón celebra, sin embargo, en una famosa carta a la reina Isabel, las excelencias del dinero con estas elocuentes palabras: «El oro es excelentísimo, con él se hace tesoro y con el tesoro quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega que echa las ánimas al paraíso» (17)
Los síntomas de los cuales podemos deducir un incremento cada vez más rápido de la codicia, mammonificación de la vida, no cesan de aumentar: los cargos se ponen en venta, la nobleza se emparenta con la enriquecida crápula, los Estados centran su política en el incremento del dinero efectivo (mercantilismo), las prácticas para la adquisición de fondos son cada vez más numerosas y sutiles, como se verá en el capítulo siguiente. 
En el siglo XVII, que gustamos imaginar envuelto en una luz sombría y austera, no se debilita en modo alguno esta codicia. Al contrario, en algunos sectores incluso parece acentuarse. En Italia (18), Alemania (19) y Holanda tropezamos con alguna que otra lamentación patética. En Holanda apareció hacia finales del siglo XVII un librito extremadamente curioso (muy pronto traducido al alemán por un hamburgués) que, pese a su tono satírico (o precisamente por ello), esboza una imagen admirable de una sociedad totalmente corrompida por el Culto al dinero. Como no he visto aprovechada aún en ninguna parte esta importante fuente, procedo a citar algunos párrafos de este singular tratado, tan ameno pese a su gran extensión, que lleva por título Elogio de la codicia. Sátira. Traducido del holandés por el Sr. von Deckers. Se encuentra a la venta en Benjamin Schillen, Hamburgo, y en Fr. Groschuff, Leipzig. Año 1703. El librito lleva el lema Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur ... 
El autor se revela como un excelente conocedor del mundo y de los hombres, dotado de una visión clara de las debilidades de su tiempo. Se podría considerar su escrito casi como equivalente a La Fábula de las Avispas, de Mandeville, aunque el chiste agudo y pulido de éste se vea sustituido aquí por la simpática llaneza típica de Holanda y de la Baja Alemania. (Por lo demás, yo sólo conozco la versión alemana; puede que ésta sea fingida y que no exista en realidad ningún original holandés, aunque el autor cite en diversos pasajes el presunto texto de esa lengua.) Se trata de una poesía en la métrica popular de la época, con una extensión de 4.113 (!) versos. He aquí una muestra. 
Habla la Codicia: 

He de liberarme del yugo de la blasfemia, 
que no soy manantial de toda infamia, 
ni pozo de infortunio, ni travesura de niños, 
sino, muy al contrario, raíz de vuestra felicidad, 
fundamento de todo placer, fuente de alto honor, 
estrella que guía las artes, modelo de la juventud. 
Y, lo que suena aún mejor, diosa suprema, 
y en el ancho mundo, la más excelsa reina.  (vers. 23·31) 

Después nos presenta a sus padres: la Opulencia es su madre; el Recelo, su padre. 
Entona luego un canto en alabanza del oro, y prosigue: 
No quiero cantar el elogio del rojo oro, 
no, no mi propia alabanza, que se muestre aquí 
la voluptuosa avidez de oro en sus más bellas galas. 
No preciso quebrarme la cabeza 
y fanfarronear acerca de mi dinero, 
a él ya se le busca, sin necesidad de eso, con alma y vida, 
y se le estima más que a la virtud, al honor o a la inteligencia. 
Acostumbráis a ensalzarlo muy por encima de las artes, 
de la salud, por encima de toda vida y felicidad. 
(vers. 145-153) 

En vista de ello se queja de que no se la celebre a ella misma, a la Codicia: 

Lo mejor de vosotros, corazón, es mío, 
también debieran serlo, pues, en justicia, los labios. 
(vers. 158-159) 

Decide, por ello, enumerar todas las buenas obras que hace por los hombres. Son las siguientes (señaladas en notas marginales): 
«La Codicia es creadora de la sociedad humana; 
arregla casamientos; crea amistades y alianzas; 
levanta naciones y ciudades; 
las mantiene también en buen estado; 
proporciona honra y estima 
... alegría y regocijo; fomenta las artes y las ciencias 
... el comercio 
... la alquimia 
... las artes curativas», como indican los siguientes versos: 

El amor fraterno dista mucho 
de ser el que promete a un enfermo ayuda y buen consejo. 
Vosotros, los que me escucháis, no penséis ni por asomo 
que se os va a aparecer por compasión un Galeno; 
es otra cosa bien distinta lo que le arrastra a tu cabecera, 
es la codicia, la esperanza de una posible ganancia. 
(vers. 1.158-1.163) 

Lo mismo puede decirse de otras profesiones, que sólo se practican pensando en el dinero; el oficio de barbero, el oficio de boticario, el de abogado, el ceremonial eclesiástico. 
La Codicia es la fundadora de las «artes liberales»; fomenta la filosofía, la pintura, los espectáculos y otros juegos, la imprenta: 

Que también sus pesadas prensas las mueve la Codicia 
lo podéis apreciar más que de sobra por algún que otro escrito 
que contiene más bagatela inútil que sabiduría 
poniendo al descubierto a más de un idiota 
y, sin embargo, es aceptada de buen grado por la editorial. 
¿Por qué? Porque con ella se sacan más ducados 
que con un escrito que encierre un grano de sabiduría 
y mida cada cosa con juicio maduro. 
Lo que habréis de digerir será siempre burdo y tosco. 
Se glorifica la sabiduría, pero se lee la fruslería. 
(vers. 1.544-1.553) 

La Codicia fomenta además las artes bélicas: 

Ha mejorado navegación. 
¿Acaso no ha descubierto más de una mina de plata? 
(vers. 1.742) 

A ella deben el éxito de sus descubrimientos «Doña Isabel y el rey Fernando» no menos que a Colón. 
Ha perfeccionado la «descripción de la tierra, generalizado las artes y civilizado pueblos bárbaros. Ha creado lenguas comunes, reunido pueblos, destruido muchas leyendas, guiado todos los asuntos de Estado»:

¿Por qué, si no, os reunís tan a menudo en consejo? 
¿No es por las ganancias e ingresos del Estado? 
¿Para enriquecer las cámaras de vuestro reino? 
Alguna que otra vez también atendéis y os ocupáis 
con justicia y equidad de otros asuntos 
esparcidos ampliamente sobre el tapete de Estado; 
pero los que tratan de beneficios y ganancias 
son los que verdaderamente os afectan. 
(vers. 1.928-1.975) 

... el piadoso Arístides 
rechazó al momento un consejo por el que alguien le recomendaba 
lo que parecía más ventajoso que justo y honesto. 
Pero hoy se pone otra cara muy distinta 
y ¿por qué ocultarlo? El cebo de la ganancia 
es el ojo con que se husmea en los secretos de Estado. 
(vers. 1.984-1.989) 

La Codicia trata con personas ancianas y sabias; alardea de ser promotora de la virtud; facilita la alimentación y la artesanía, y se queja del gran número de estudiantes: 

Tanto da que sean teólogos como juristas, 
en cada cargo se sabe barajar siempre el juego de forma tal 
que a quien trae al patrón una bolsa repleta de dinero 
se le confía al momento aquel servicio. 
Servicio con el que antes se premiaba la virtud 
y que requería grandes méritos 
se vende ahora públicamente en más de una ciudad 
y hay quien se rebautiza por dinero al sacristán. 
(vers. 2.269-2.276) 

La codicia habla de ahorro, de despilfarro. Condena el desprecio que hacer, del dinero algunos filósofos estoicos y cínicos; fomenta la generosidad, la humildad, la magnanimidad y la valentía; estimula la constancia, propaga la doctrina cristiana, ayuda a alcanzar la felicidad eterna; no es un hereje, sino una luterana pura; se está convirtiendo en una diosa. 

Concluye el poema con entusiasmado «Elogio del dinero» (vers. 3.932 y ss.). 
En las primeras décadas del siglo XVIII experimentaba el mundo inglés y francés (como ya lo había experimentado Holanda hacia 1634) ese primer estado enfermizo de delirio pecuniario que desde entonces ha vuelto a presentarse de vez en cuando, si bien puede que nunca con esa primitiva intensidad, y que ha anegado hasta tal punto la totalidad del país que la codicia puede ser considerada ya como característica constitutiva de la psique del hombre moderno. Más adelante describiré esas erupciones volcánicas de la fiebre del dinero como las vividas por Holanda con ocasión de la manía de los tulipanes, Francia en la época de Law o Inglaterra cuando los Bubbles, relacionándolas con los medios entonces populares de enriquecimiento: la especulación bursátil. Ahora vaya intentar contestar a la pregunta de qué maniobras inventaron los hombres para entrar en posesión del tan ansiado dinero. Nos ocuparemos especialmente de examinar cuáles de entre ellas han contribuido a la creacióri de la mentalidad económica capitalista y cuáles estaban destinadas a morir como ramas secas.


1. Hans von Wolzogen, Einleitung Edda (Ed. Reclam., págs. 280 s.). De su traducción están tomados también los párrafos de la Edda citados en el texto. 
2. Gustav Freytag, Bilder aus der deutscben Vergangenheit, 1', páginas 184 ss. 
3. Luschin von Ebengreuth, Allgemeine Münzkunde (1904), pág. 139. 
4. Lamprecht, Deutsches Wirtschaftsleben, 2, pág. 377. 
5. Levasseur, Hist. de l'industrie, etc., 12, pág. 200. 
6. Davidsohn, Gescbicbte oon Florenz, 1 (1896), pág. 762, donde están consignadas numerosas fuentes documentales; «de este sistema de tesoros encontramos muchas pruebas en los años que van de 1021 a 1119». 
7. Davilliers, L’orfèvrerie et les arts décoratifs en Espagne, citado en  Baudrillart, Hist. du Luxe, 4', pág. 217. Véase también Soetbeer en el 57. Ergänzungsheft zu Petermanns Mitteilungen, pág. 21. . 
8. Brückner, Finanzgeschichtl. Studien, pág. 73; Schurtz, Entstebungsgeschicte des Geldes (1898), pág. 120. 
9. «Quoud quidam et in tantam turpissimi lucri rabiem exarserrnt, ut multiplicibus atque innumeris usurarum generibus ... pauperes Christi affligant... » Amiet, Die franz. U. Zomb. Geldiwucherer der M. A. (Jahrbuch f. schweiz. Gesch.», tomo I, pág. 183). No se indica la fuente. 
10. «Erano in lui alcuni vitii e in prima quello uno, quasi in tutti e preti commune e notissimo, era cupidissimo del danaio, tanto che ogni cosa apresso di lui era da vendere molti discorreano infami simoniaci, barattieri e artefici d'ogni falsitá e fraude.» Alberti, Libri della famiglia, pág. 263. 
11. E. Michael ha recopilado numerosos fragmentos poéticos del siglo XIII referentes a la codicia. Gescbicbte des deutscben Volkes, 13 (1897), págs. 139 ss. 
12. 
Regnat avaritia 
regnant et avari 
…………………
Multum habet oneris 
do, das, dedi, dare: 
hoc prae ceteris 
norunt ignorare 
divites, quos poteris 
mari comparare. 
Carmina Burana, n. LXVII; en Michael, ob. cit. ant., pág. 142 ss.
13.  Michael, Gesch. d. deutschen Volkes, 13, págs. 142 s. 
14. «Nimium sunt ad querendam pecuniam solliciti et attenti, ut eis qualiter dici possit: semper ardet ardor habendi et illud: o prodiga rerum luxuriesl nunquam parvo contenta paratis et quaesitorum terra pelagoque ciborum ambitiosa fames.» En las ediciones que conozco del Descr. Flor., y últimamente también en la reproducción de C. Frey, Loggia dei Lanzi, la cita aparece mutilada, sin que los editores indiquen si los manuscritos mismos presentan ya dichas mutilaciones. Los versos son de la Farsalia de Lucano, lib. IV, V, págs. 373-376. Me he valido de ellos para corregir el texto. 
15. Regola del governo di cura familiare, pág. 128; citado en Cesare Guasti, Ser Lapo Mazzei, 1 (1880), pág. CXV. 
16. «Ben dico che mi sarebbe caro lasciare e miei richi er fortunati che poveri.» Delta famiglia, ed. Gir. Mancini (1908), pág. 36; d. pág. 132. «Conviensi adunque ch'e beni della fortuna sieno giunti alla virtù et che la virtù prende que'suoi decenti ornamenti, quali difficile possono asseguirsi senza copia et affluenzia di que'beni quali altri chiamano fragili et caduchi, altri gli appella conmodi et utili a virtù», l. C., pág. 250. «Chi non àprovaro, quanto sia duolo et fallace à'bisogni andare pelle mercé altrui, non sa quanto sia utile il danaio... chi vive povero, figliuoli miei, in questo mondo soffera molte neo cessitá et molti stenti: et meglio forse sará morire che stentando vivere en miseria ... » La frase: «Chi non truova il danaio nella sua scarsella, molto manco il troverá en quella d'altrui», pág. 150, expresa una gran verdad. «Le ricchezze per de quali quasi siascuno imprima sé exercita», pág. 131. «Non patisce la terra nostra che de'suoi alcuno cresca troppo nelle vittorie dell'armi... Né anche fa la terra nostra troppo pregio de'licterati, anzi più tosto tucta studiosa al guadagno et alle richeza. O questo che lo dia el paese o pure la natura et consuetudine de' passati, tutti pare crescano alla industria del guadagno, ogni ragionamiento pare senta della masseritia, ogni pensiero s'argomenta a guadagnare, ogni arte si stracha in congregare molte richeze», pág. 37. 
17. Citado en Al. v. Humboldt, Examen critique de l'histoire de la Géographie du nouveau continent, 2 (1837), pág. 40. 
18. En la introducción a un tratado de agricultura (Vine, Tanara, L'economía del cittadino in Villa, 1648) se lee: «L'avido e strenato desio d'ammassar ricchezze, il qual da niuna meta a circonscitto, anzi non altrimenti che ostinata palma tanto s'avanza quanto quelle s'aumentano, tiranneggia in maniera i petti degli huomini vili, che resili scordevoli del loro essere che non riparino a bassezza, ne miseria ne ad infamia alcuna facendosi tutto lecito per acquistare facoltà » 
19. Véase, por ejemplo, el divertido libro de UIr. Gebhardt, Van der Kunst reich zu werden, Augsburgo, 1656. El autor desprecia personalmente el dinero y los bienes, pero la postura que adopta en el libro (y el título mismo) indica que predicaba en el desierto cuando intenta demostrar que la verdadera riqueza consiste en un sano entendimiento y un buen corazón. 

*En Sombart, Werner. El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno. Libro primero, capítulo 3. Alianza Editorial, Madrid, 1977. Págs, 33-44. Traducción de María Pilar Lorenzo. Revisión de Miguel Paredes.