ROLAND BARTHES - El haiku
Roland Barthes
La factura
del sentido
El haiku tiene la propiedad un tanto quimérica de
permitir que cualquiera imagine poder producir uno fácilmente. Se dice: qué más
accesible a la escritura espontánea que esto (de Buson):
Anochece, es otoño,
pienso solamente
en mis padres.
El haiku es envidiable: cuántos lectores occidentales
no han soñado pasearse' por la vida, libreta en mano, anotando aquí y allá
"impresiones" cuya brevedad garantizaría la perfección y cuya
simplicidad atestiguaría por la profundidad (en virtud de un doble mito,
clásico en tanto hace de la concisión una prueba de arte, romántico en tanto
atribuye un prerrogativa de verdad a la improvisación). Enteramente
inteligible, el haiku no quiere decir nada, y es debido a esta doble condición
que parece estar ofrecido al sentido de una manera particularmente disponible,
servicial, al modo de un gentil anfitrión que permitiera a alguno instalarse
libremente en su casa, con sus hábitos, sus valores, sus símbolos: la
"ausencia" del haiku (como se dice también de un espíritu irreal o de
un anfitrión que se ha ido de viaje) llama a la codicia mayor, la del sentido.
Este sentido precioso, vital, deseable como la fortuna (azar y dinero), parece
sernos proveído profusamente, a buen precio y sobre pedido, por el haiku, que
se halla desembarazado de los constreñimientos métricos (en las traducciones
que tenemos). En el haiku, diríase, el símbolo, la metáfora, la lección, no
cuestan casi nada: apenas algunas palabras, una imagen, un sentimiento –ahí
donde nuestra literatura exige ordinariamente un poema, un desarrollo o, en el
género breve, un pensamiento cincelado; en suma, un amplio trabajo retórico. El
haiku también parece dar a Occidente derechos que su literatura le rehúsa y
comodidades que le regatea. Usted tiene el derecho, dice el haiku, de ser
trivial, breve, ordinario; encierre lo que ve, lo que siente en un fino
horizonte de palabras y apasionará; tiene derecho a fundar por usted mismo (y a
partir de usted mismo) su propio prestigio; su frase, cualquiera que sea,
enunciará una lección, liberará un símbolo: será usted profundo; al menor
costo, su escritura será plena.
Occidente humedece cualquier cosa de sentido, a la
manera de una religión autoritaria que impone el bautismo a poblaciones
completas. Los objetos de lenguaje (hechos con el habla) están evidentemente
convertidos por derecho; el sentido primero de la lengua llama,
metonímicamente, al segundo del discurso, y este llamado tiene valor de
obligación universal. Tenemos dos medios para evitar la infamia del sin-sentido
en el discurso, y someternos sistemáticamente la enunciación (con una
saturación carente de cualquier nulidad que pudiera dejar ver el vacío del
lenguaje) a una u otra de estas significaciones (o fabricaciones activas
de signos); el símbolo y el razonamiento, la metáfora y el silogismo.
El haiku, cuyas proposiciones son siempre simples,
corrientes, en una palabra aceptables (como se dice en lingüística), es
atraído hacia uno u otro de estos dos imperios del sentido. Como se trata de un
"poema", se le ordena en esa sección del
código general de los sentimientos Que llamamos "la emoción poética"
(la Poesía es para nosotros, comúnmente, el significante de lo
"difuso", de lo "inefable", de lo "sensible", es
la clase de impresiones inclasificables); se habla de un instante
privilegiado", y sobre todo de "silencio" (que es para nosotros
signo de plenitud del lenguaje). Si alguno (Joco) escribe:
¡Cuánta gente
ha pasado a través de la lluvia de
otoño
sobre el puente de Seta!
se ve ahí la imagen del tiempo que huye. Si otro (Basho) escribe:
Llego por el sendero de la montaña
¡Ah, qué exquisito!
¡Una violeta!
significa que ha encontrado una ermita budista, "flor de virtud";
y así subsecuentemente. No hay un solo trazo que no sea investido de una carga simbólica por el
comentarista occidental. O aún más, se quiere ver a cualquier precio dentro del
tercero del haiku (tres versos de cinco, siete y cinco sílabas) un diseño
silogístico de tres tiempos (ascenso, suspenso y conclusión):
La vieja charca:
una rana salta adentro,
¡oh!, el chasquido del agua.
(en este silogismo singular se hace la inclusión por la fuerza: es
necesario, para considerarlo como tal, que la menor salte dentro de la mayor).
Desde luego, si se renuncia a la metáfora o al silogismo, el comentario
resultaría imposible: hablar del haiku pura y simplemente repetirlo. Es esto lo
que hace inocentemente un comentarista de Basho:
Son ya las cuatro. ..
Me he levantado nueve veces
para admirar la luna.
"La luna está tan hermosa, dice,
que el poeta se levanta y vuelve a levantarse sin cesar para contemplarla desde
su ventana." Descifradoras, formalizantes o tautológicas, las vías de interpretación,
destinadas entre nosotros a abrir paso al sentido, es decir a hacerlo
entrar por una fractura -y no a sacudirlo, a hacerlo fracasar como lo hace la
muela del rumiante de absurdo que debe ser el practicante Zen cuando se halla
frente a su koan (1) no hacen entonces más que perder el haiku,
pues el trabajo de lectura que éste conlleva consiste en suspender el lenguaje, no en provocarlo,
empresa de la que precisamente el maestro del haiku, Basho, parece conocer bien
la dificultad y la necesidad:
¡Qué admirable es
quien lo piensa: "La vida es
efímera"
al ver un relámpago! .
(en este silogismo singular se hace la
inclusión por la fuerza: es necesario, para considerarlo como tal, que la menor
salte dentro de la mayor). Desde luego, si se renuncia a la metáfora
La exención
del sentido
El Zen ejerce la guerra total contra la prevaricación
del sentido. Se sabe que el budismo frustra la vía fatal de cualquier
aseveración (o de cualquier negación) al recomendarse el no ser sorprendido
jamás dentro de las cuatro proposiciones siguientes: eso es A –eso no
es A –eso es a la vez A y no A –eso no es ni A ni no A. Ahora bien,
esta cuádruple posibilidad corresponde al paradigma perfecto, tal como lo ha
construido la lingüística estructural: A –no A –ni A ni no A
(grado cero) –A y no A (grado complejo). En otras palabras, la vía
budista es precisamente aquélla del sentido obstruido: el arcano mismo de la
significación, a saber, el paradigma, se vuelve imposible, cuando el
Sexto Patriarca (2) da sus instrucciones al respecto del mondo, ejercicio
de la pregunta-respuesta, recomienda, para mejor desvanecer el funcionamiento
paradigmático, que una vez que un término se establezca, el interlocutor se
desplace hacia el término adverso (“Si al interrogarte alguien te
pregunta por el ser, responde con el no ser. Si te pregunta por el no ser,
responde con el ser. Si te interroga por el hombre común, responde hablándole
del sabio, etc.”) de manera que se muestre lo irrisorio del dispositivo
paradigmático y el carácter mecánico del sentido. Aquello que se busca (con una
técnica mental en la que la precisión, la paciencia, el refinamiento y el saber
atestiguan hasta qué punto el pensamiento oriental tiene por el apremio del
sentido) aquello que se busca es el fundamento del signo, a saber la
clasificación (maya).
Constreñido al enclasamiento por excelencia, el del
lenguaje, el haiku opera por lo menos con el fin de obtener un lenguaje plano,
que nada asiente (como sucede irremisiblemente en nuestra poesía) sobre los
niveles superpuestos del sentido, eso que podría llamarse el
"hojaldre" de los símbolos. Cuando se nos dice que es el ruido de la
rana lo que despertó a Basho a la verdad del Zen, puede entenderse (aunque se
trata todavía de una manera demasiado occidental de hablar) que Basho descubrió
en ese sonido no ciertamente el motivo de una "iluminación", de una
hiperestesis simbólica, sino más bien un agotamiento del lenguaje: hay un
momento en el que el lenguaje cesa (momento obtenido gracias a un gran refuerzo
de ejercicios), y es este remate sin eco el que instituye a la vez la verdad
del Zen y la forma, breve y vacía, del haiku. La negación del
"desarrollo" es aquí radical, pues no se trata de detener el lenguaje
sobre un silencio pesado, pleno, profundo, ni tampoco sobre un del alma que se
abriría a la comunicación divina (el Zen carece de Dios); lo que está
establecido no debe desarrollarse ni en el discurso ni al final del discurso;
lo que está establecido es mate, y lo único que se puede hacer es
repetirlo; es esto lo que se le recomienda a un practicante que trabaja un koan
(o anécdota que le es propuesta por su maestro): no resolverlo, como si
tuviera un sentido, tampoco que perciba su absurdo (que es también un sentido)
sino rumiarlo "hasta que la muela caiga". El Zen, del que el haiku no
es más que la rama literaria, aparece así como una inmensa práctica destinada a
detener el lenguaje, a quebrantar esa suerte de radiofonía interior que
emite continuamente dentro de nosotros hasta en nuestro sueño (quizás por eso
se impide a los practicantes dormir), a vaciar, a pasmar, a desecar la
palabrería incoercible del alma; y tal vez aquello que se llama en el len satori
y que los occidentales no pueden traducir más que con palabras vagamente
cristianas (iluminación, revelación, intuición) es sólo una suspensión
pánica del lenguaje, del blanco que borra en nosotros el reino de los Códigos,
el corte de esa recitación interna que constituye nuestra persona; y si este
estado de a-lenguaje es una liberación, es porque para la experiencia
budista la proliferación de segundos pensamientos (el pensamiento del
pensamiento), o si se prefiere el suplemento infinito de los significados
sobrenumerarios del cual el lenguaje es el depositario mismo y el
modelo-aparece como un bloqueo: es, por el contrario, la abolición del segundo
pensamiento lo que rompe el infinito vicioso del lenguaje. En todas estas
experiencias pareciera que no se trata de aplastar el lenguaje bajo el silencio
místico de lo inefable, sino de mesurarlo, de detener este trompo verbal
que arrastra en su giro el juego obsesivo de las sustituciones simbólicas. En
suma, es el símbolo como operación semántica lo que se ataca.
En el haiku, la limitación del lenguaje es el objeto
de un cuidado que nos resulta inconcebible porque no se trata de ser conciso
(es decir, de abreviar el significante sin disminuir la densidad del
significado) sino, por el contrario, de actuar sobre la misma del sentido para
lograr que ese sentido no se difunda, no se interiorice, no se dé por
implícito, no se descuelgue, no divague en el infinito de las metáforas, en las
esferas del símbolo. La brevedad del haiku no es formal; el haiku no es un
pensamiento rico reducido a una forma breve sino a un acontecimiento breve que
encuentra de golpe su forma justa. La mesura del lenguaje es aquello para lo
que el occidental está poco dispuesto; no es que lo haga demasiado largo o
demasiado corto, sino que toda su retórica le exige desproporcionar el
significante y el significado, ya sea "disolviendo" el segundo bajo
la marea palabrera del primero, ya sea "profundizando" la forma hacia
las regiones implícitas del contenido. La justeza del haiku (que en ningún
momento es pintura exacta de lo real sino adecuación del significante y el
significado, supresión de los márgenes, rebabas o intersticios que
comúnmente exceden u horadan la relación semántica), esta justeza posee
evidentemente algo de musical (música de los sentidos y no forzosamente de los
sonidos): el haiku tiene la pureza, la esfericidad y el vacío mismo de una nota
musical; es quizá por eso que se dice dos veces, en eco. No articular más que
una vez este habla exquisita, adscribir un sentido a la sorpresa, a la agudeza,
a la instantaneidad de la perfección; enunciarla más veces sería postular que
el sentido está por descubrirse, simular la profundidad; entre los dos, ni
singular ni profundo, el eco no hace más que trazar un rasgo sobre la nulidad
del sentido.
El
incidente
El arte occidental transforma la "impresión en
descripción. El haiku nunca describe: su arte es contradescriptivo en la medida
en que todo estado de la cosa es inmediatamente, obstinadamente,
victoriosamente convertido en una esencial frágil de aparición: momento
literalmente "insostenible", en el que la cosa, que no es ya sino
lenguaje, va a devenir habla, va a pasar de un lenguaje al otro y se constituye
como recuerdo de ese futuro que es, por lo mismo, anterior.
Porque en el haiku no es sólo el acontecimiento
propiamente dicho lo que predomina,
(Vi la primera nieve.
Esta mañana olvidé
lavarme la cara.)
sino también eso que nos parecerla tener vocación de
pintura, de miniatura -como hay tantas en el arte japonés: así este haiku de
Shiki:
Llevando un toro abordo,
un barquito atraviesa
el río a través de la lluvia del atardecer.
llega a ser o no es más que una especie de acento
absoluto (como se acoge cualquier cosa, fútil o no, en el Zen). un pliegue
ligero en el que se atrapa, de un golpe súbito, la página de la vida, la seda
del lenguaje. La descripción, género occidental, tiene su correspondiente
espiritual en la contemplación, inventario metódico de formas atributivas de la
divinidad o de los episodios del relato evangélico (en Ignacio de Loyola, el
ejercicio de la contemplación es esencialmente descriptivo); el haiku, por el
contrario, articulado sobre una metafísica sin sujeto y sin Dios, corresponde
al Mu budista (3), al satori Zen que no es, en ningún momento,
descenso iluminativo de Dios, sino "despertar ante el hecho", aprehensión
de la cosa como acontecimiento y no como sustancia, alcance de la orilla
anterior del lenguaje, contigua a la opacidad (por otra parte completamente
retrospectiva, reconstituida) de la aventura (aquello que le sucede al
lenguaje, aún más que al sujeto).
El número, la dispersión de los haiku, por una parte,
y la brevedad, la integridad de cada uno de ellos, por la otra, parecen
dividir, clasificar el mundo al infinito, constituir un espacio de puros
fragmentos, un polvo de acontecimientos que, por una suerte de desherencia de
la significación, no puede ni coagular, construir, dirigir, terminar nada. Esto
se debe a que el tiempo del haiku carece de sujeto: la lectura no tiene otro yo
que la totalidad de los haiku, de los cuales este yo, por refracción
infinita, no es nunca más que el sitio de la lectura. Según una imagen
propuesta por la doctrina Hua-Yen, podría decirse que el cuerpo colectivo de
los haiku es una red de alhajas en la cual cada joya refleja a todas las demás
y así, sin interrupción, al infinito, sin que haya jamás un centro del cual
asirse, un núcleo primero de irradiación (para nosotros, la imagen más exacta
de esta reverberación sin motor ni de este juego de fulgores sin origen, seria
la del diccionario, en el cual la palabra no puede definirse más que por otras
palabras). En Occidente, el espejo es un objeto esencialmente narcisista: el
hombre no piensa en el espejo más que para verse: pero en Oriente, según
parece, el espejo está es el símbolo del vacío mismo de los símbolos ("El
espíritu del hombre perfecto, dice un maestro del Tao, (4) es como un
espejo. No toma pero tampoco repele nada. Recibe pero no conserva.":
el espejo no capta más que otros espejos, y esta reflexión infinita es el vacío
–que, se sabe, es la forma). Así, el haiku nos hace recordar aquello que jamás
nos ha sucedido; en él reconocemos una repetición sin origen, un acontecimiento
sin causa, una memoria sin persona, un habla sin amarras.
Lo que digo aquí sobre el haiku, podría decirlo
también de todo lo que acontece cuando se viaja por ese país que se
llama aquí el Japón. Pues allí, en la calle, en un bar, en una tienda, en un
tren, acontece siempre algo. Ese algo –que, etimológicamente, es una
aventura– es de orden infinitesimal: es una incongruencia de ropaje, un anacronismo
de cultura, una libertad de comportamiento, un ilogismo de itinerario, etc.
enumerar estos acontecimientos sería una empresa como la de Sísifo; pues sólo
brillan en el momento en que se los lee, en la escritura viva de la
calle, y el occidental no podría decirlos espontáneamente más que
atribuyéndoles el sentido mismo de su distancia: necesitaría hacer precisamente
haikus, un lenguaje que nos está vedado.
Lo que podemos añadir es que esas aventuras ínfimas
(cuya acumulación a lo largo de un día provoca una especie de embriaguez
erótica) nunca tienen nada de pintoresco (el pintoresquismo japonés nos es
indiferente, pues se halla desvinculado de lo que constituye la especialidad
misma del Japón, su modernidad). ni de novelesco (sin prestarse para nada a la
palabrería que narra con ellas relatos o descripciones). Lo que esas aventuras
dan a leer (allá soy lector, no visitante), es la rectitud del trazo,
sin estelas, sin margen, sin vibración; tantos comportamientos pequeños (de la
vestimenta a la sonrisa) que entre nosotros, y a consecuencia del narcisismo
inveterado del occidental, no son más que los signos de una seguridad
exagerada, se vuelven, entre los japoneses, simples maneras de pasar, de trazar
algún imprevisto en la calle: pues la seguridad y la independencia del gesto no
remiten ya más a una afirmación del yo (a una "suficiencia") sino
solamente a un modo gráfico de existir; de manera que el espectáculo de la
calle japonesa (más en general del lugar público). excitante como el producto
de una estética secular de la cual toda vulgaridad se ha decantado, nunca
depende de una teatralidad (de una histeria) de los cuerpos, sino, una vez más,
de esta escritura allá prima en la que el esbozo y el arrepentimiento,
la maniobra y la corrección son igualmente imposibles, porque el trazo,
liberado de la imagen ventajosa que el escribiente dar de sí mismo, no expresa
sino hace existir simplemente. "Cuando camines, dice un maestro
Zen, conténtate con caminar. Cuando estés sentado, conténtate con estar
sentado. Pero sobre todo ¡no vaciles!": esto es lo que parece decirme
a manera el joven ciclista que lleva en su brazo alzado una charola de arcilla;
o la muchacha que se inclina con un gesto tan profundo, tan ritualizado que
pierde todo servilismo, frente a los clientes de una enorme tienda que se han
lanzado al asalto de una escalera eléctrica; o el jugador de Pachinko (5)
introduciendo, lanzando y recibiendo sus bolas en tres gestos cuya coordinación
misma es un dibujo; o el dandy que, en el café, hace saltar con un golpe ritual
(seco y varonil) la envoluta de plástico de la toallita caliente con la que se
limpiará las manos antes de beber su coca-cola: todos estos incidentes son la
materia misma del haiku.
El quehacer del haiku es que la exención del sentido se
lleve a cabo a través de un discurso perfectamente legible (contradicción
denegada al arte occidental, que no sabe oponerse al sentido más que volviendo
su discurso incomprensible), de manera que el haiku no es, a nuestros ojos, ni
excéntrico ni familiar, se asemeja a nada y a todo: legible, lo consideramos
simple, próximo, conocido, delicioso, delicado, "poético", en una
palabra ofrecido a todo un juego de predicados confortantes; insignificantes,
sin embargo, nos resiste, pierde finalmente los adjetivos que un momento antes
se le concedían y entra en esa suspensión del sentido que nos resulta la cosa
más extraña puesto que vuelve imposible el ejercicio más corriente de nuestro
habla, que es el comentario. Qué decir de esto:
Brisa primaveral:
el barquero muerde su pipa.
o de
esto:
Luna llena
y sobre las esteras
la sombra de un pino.
o de
esto:
En la casa del pescador
el olor del pescado seco
y el calor.
o aún (pero
no por último, pues los ejemplos serían innumerables) de esto:
El viento de invierno sopla,
los ojos de los gatos
parpadean.
Con tales trazos (esta palabra conviene al
haiku, especie de navajazo ligero trazado en el tiempo) instalan lo que se ha
podido llamar "la visión sin comentario". Esta visión (la palabra es
aún demasiado occidental) es en el fondo completamente privativa; lo que se ha
abolido no es el sentido, es idea de finalidad: el haiku no sirve a ninguno de
los usos (ellos mismos gratuitos, sin embargo) concedidos a la literatura:
insignificante (por una técnica de detención del sentido), ¿cómo podría
instruir, expresar, distraer? De igual manera, mientras ciertas escuelas Zen
conciben la meditación como una práctica destinada a obtener el estado
de buda, otras rehúsan incluso esa finalidad (sin embargo aparentemente
esencial): hay que permanecer sentados "sólo para permanecer
sentados". El haiku (como los innumerables gestos gráficos que marcan la
más moderna, la más social de las vidas japonesas) ¿no pertenece a esa especie
escrita "sólo para escribir"?
Lo que desaparece en el haiku son las dos funciones
fundamentales de nuestra escritura clásica (milenaria): por un lado, la
descripción (la pipa del barquero, la sombra del pino, el olor del pescado, el
viento de invierno, no son descritos, es decir ornados de significaciones, de
lecciones, comprometidos a título de índices en la revelación de una verdad o
de un sentimiento: se le rehúsa el sentido a lo real; y aún más: lo real no
dispone más del sentido mismo de lo real), y del otro lado la definición; la definición
no es solamente transferida al gesto, aunque sea gráfico, sino también es
derivada hacia una suerte de florecimiento inesencial -excéntrico-del objeto,
como bien lo dice una anécdota Zen en la que se ve al maestro otorgar la
exclusividad de la definición (¿qué es un abanico?) sino a la invención
de una cadena de acciones aberrantes (cerrar el abanico, rascar el cuello
volver a abrirlo, poner encima un pastel y ofrecerlo al maestro). Sin
describir ni definir, el haiku (llamo finalmente a cualquier trazo
discontinuo, a
cualquier acontecimiento de la vida japonesa, tal y
como se ofrece a mi lectura), se adelgaza hasta la sola y pura designación. Es
esto, es así, dice el haiku, es tal. O mejor todavía: ¡Tal!, dice, de una pincelada tan instantánea y breve (sin
vibración ni reanudación) que la cópula verbal aparece aun como un exceso, como
el remordimiento
de una definición prohibida, para siempre alargada. El sentido no es más que un
fulgor, un
rasguño de luz: When the light of sense goes out, but with a light that has
revealed the invisible world (6), escribía Shakespeare; pero
el fulgor instantáneo del haiku no alumbra, no revela nada, es el de una que uno tomarla
muy cuidadosamente
(a la manera japonesa), pero habiendo evitado cargar la cámara con una película , O también: el haiku
(el trazo) reproduce el gesto designado
del niño que apunta con el dedo lo que sea
(el haiku no hace acepción del sujeto) diciendo solamente: ¡eso! con un
movimiento tan inmediato (tan privado de cualquier meditación: la del saber, la del
nombre o incluso la de la posesión) que lo que se designa es la inanidad misma
de toda clasificación del objeto: nada en especial, dice el haiku, en conformidad con el espíritu
del Zen: el acontecimiento no es nombrable de acuerdo a ninguna especie,
se corta su especificidad; como un rizo gracioso, el haiku se enrolla sobre mismo, la estela del signo que parecía haber sido trazada se borra:
nada ha sido adquirido; la piedra de la palabra ha sido arrojada para nada: ni olas ni corrientes
del sentido.
(Traducción de Javier Sicilia y Jaime
Moreno Villarreal)
1. V. infra, La siguiente anécdota es un ejemplo: se cuenta que un monje pidió a su maestro le enseñara el Camino. –Podrás hallarlo
detrás de aquel árbol–, le replicó éste. El monje insistió en que quería conocer el Camino Real. ¡Ah! Ese va a Tokio– fue la respuesta del
maestro. (N. de T).
2. Se refiere a Enó, sexto en la línea patriarcal que se inicia con Buddha y continúa con Kasavapa, Bodhidharma, Eká y Jinshú. (N . De T)
3. Literalmente, el (N. de T},
4. Recordemos que el budismo Zen se desarrolló en China, donde recibió un fuerte influjo taoísta. (N . De T. l.
5. El Pachinko es un juego electrónico parecido al pinball, muy popular en el Japón. B. B. le dedica un capítulo de L'empire des signes. (N. de T)
6. "Cuando la luz del sentido se apaga, mas con una luz que ha revelado el mundo invisible." (N. de T.)
En Barthes, Roland, El imperio de los signos
"Bajo una ola en altamar en Kanagawa" de Katsushika Hokusai,