SUCEDIÓ EN PACAIPAMPA1
Armando
Arteaga
del
huésped que en insomnio, al desvelar
su ira, canta en la ciudad impura
Ali Chumacero
su ira, canta en la ciudad impura
Ali Chumacero
Media hora antes,
desde lo alto de aquella cumbreta, mientras la góndola ploma serpenteaba como
macanche por la carretera, se había divisado el caserío de Pacaipampa,
provincia de Ayabaca, en la sierra del departamento de
Piura, pueblo perdido en el olvido, y taciturno.
Pueblo chico, infierno grande ─murmuró.
Pueblo chico, infierno grande ─murmuró.
Orfeo Cautivo, el
viajero, con la certeza de haber encontrado lo que buscaba, miró con desprecio
por última vez el camino agreste. Y empezó a caminar, siguiendo la huella de la
polvareda que dejaba la góndola. El hombre, desconocido ya en tierra santa, se
echó a trotar por la trocha llena de piedras y espinas resecas, llevando a
cuestas el cansancio del viaje y una mochila verde sobre el hombro.
Cuando estuvo
frente al primer rancho del pueblo un perro le salió al encuentro a ladrarlo.
¡Fuera imbécil! Perro, colmillos, perro rabioso. A pesar de este azuzo, todo
era quietud: unas cuantas gallinas picoteando en un batán de piedra, varias
pavas brincaron saludando su presencia y se perdieron en el corral donde un
puerco se revolcaba en el barro.
─Del barro vengo,
al barro voy ─pensó, mirando a uno y otro lado de la calle. La calle solitaria y
lista para el duelo, como para filmar un western.
Una migración de
pájaros marrones pasó graznando por el horizonte, haciendo una raya sobre el
cielo azul. Era buena señal, asunto─corvo─ rapidísimo. Pero el comején no vuela
contra el sol, la verdad era otra, ni un solo indicio de algarrobos o
guarangos, o tamarindos, o ceibos, para hacer el nido, comején, o un huairuro rojo
que le diera alguna laya2 del lugar temido en donde iba a perderse
discreto, errante, inadvertido, en algún sueño límpido, sobre la banca escueta,
o en alguna sombra ardiente, herida, oculta, de un aparte extranjero de la
Plaza Central de Pacaipampa.
Siguió caminando
por la calle de la izquierda. Le gustaba ese destino, incierto, ese juego, al
azar de sus pisadas: contemplar la huella que dejaba la suela de sus botas de
jebe. Ya se lo habían dicho en Olleros: ellos
le siguen el rastro, el rostro, recogen con una cuchara la tierra que dejó su
pisada, y se lo llevan a Ñañañique, o a la Lagunas de las Huaringas. Cuando hay
luna llena dizque pueden ver; si usted es bueno, no se meten con usted, pero si
usted es maligno o pendenciero, se joderá, ya sabrá a qué atenerse. Así es la
magia, dejarlo todo al buen tiempo, al azar.
Todo esto le
pareció un sueño magnífico. Le parecía estar sumergido en uno de esos
territorios de la nada donde solo la imaginación puede dar testimonio de la
realidad.
El hombre sintió
su propia sombra, era él y su sombra. ¿Por qué diablos había llegado bajo sabe
diantre qué rencor hasta este averno? Al fin de cuentas, ¿qué odio o amor lo
empujaba a seguir caminando por estos parajes? Él se lo había buscado, ser un
extranjero en su propio país.
Allí dormía
Pacaipampa, siempre eterna.
Sacó del bolsillo
de la camisa beige una libreta de apuntes en donde estaba el nombre y la
dirección exacta de Floro Llamunaqué.
En aquella calle,
en una puerta, olvidada y extraña, se encontraba una anciana, arrecostada al
tiempo, perdida en un sueño azabache.
El hombre se acercó a ella y le preguntó:
El hombre se acercó a ella y le preguntó:
─¿Dónde vive Floro
Llamunaqué?
La anciana, con
aquella familiaridad con la que hablan todas las personas que íntimamente
conversan con los muertos, le contestó:
─Floro
Llamunaqué…, ya ha muerto…
─No, no ha muerto,
vive aquí ─insistió el hombre.
─Yo sólo conozco a
un Floro Llamunaqué que ya es finado, era mi taita ─interrumpió llena de
inocencia la mujer, con esa resignación
que tienen los vivos cuando hablan de los muertos.
─Está bien, mujer,
gracias... -asintió el forastero.
No hizo caso.
Siguió caminando hacia la otra calle, la paralela. En las paredes de las casas
del pueblo habían escrito lemas con pintura roja: “MIR, lucha armada”, y luego,
sin percatarse de la soledad que se batía sobre las calles polvorientas del
pueblo, entró en la primera tienda-cantina que encontró. El sol le había
calentado la cabeza.
La campesina que
atendía y despachaba las botellas de cañazo,
quedó mirando al forastero.
─¿Desea algo el señor?─Sí, una cajetilla de cigarros Inka.
─Bien señor, mande...
El hombre pagó con dos billetes azules.
─¿La calle Ayabaca
por dónde queda? ─preguntó el forastero a la campesina-vendedora.
─Váyase de frente,
señor, y doble en la primera esquina, a la derecha.
El hombre enrumbó nuevamente por el arenal, manchay. Andaba buscando algo importante y lo había encontrado finalmente. Llegó al portón más olvidado del tiempo. Tocó varias veces. Por fin, sintió el ruido de unos pasos. Ni una mosca se movió.
El hombre enrumbó nuevamente por el arenal, manchay. Andaba buscando algo importante y lo había encontrado finalmente. Llegó al portón más olvidado del tiempo. Tocó varias veces. Por fin, sintió el ruido de unos pasos. Ni una mosca se movió.
Un hombre de unos
cuarenta años y con sombrero a la pedrada asomó por el costado del portón.
Parecía que nunca se abriera ese portón.
─Sí. ¿Qué desea? ─le preguntó al forastero.
─Sí. ¿Qué desea? ─le preguntó al forastero.
─Estoy buscando a
Floro Llamunaqué.
─Bueno, soy yo, qué
pasa ─replicó el hombre.
─Es que vengo de
Lima, de Carabayllo, le traigo una carta. Y entregándole la carta, le alcanzó
también la mano, sonriente.
─Ah, eres tú…
bueno, ven conmigo ─dijo el hombre.
─Hace calor, ¿no?
─preguntó el forastero.
─¿Ha sido largo el
viaje? ─preguntó a su vez el hombre quitándose el sombrero.
Llegaron hasta el
descanso del rancho, pasando por un huerto de frutas, zapallos y jacarandas,
entre hamacas y petates.
─Deje sus cosas
allí, lávese y venga a tomar desayuno ─ordenó Llamunaqué, mientas fumaba─ ¡Quién
iba a pensar! Así que eres hijo de ella.
El hombre del
sombrero quedó en silencio mirando al otro hombre.
─No lo sabía. Si
no es que se me ocurre leer también la carta, pues creo que usted es mi padre.
Algo me lo imaginaba. Ni rencor nialegría es lo que siento.
Hubo un largo
silencio.
─Así parece. Ha
pasado tanto tiempo de eso. Si ya llego a viejo. Antiguo de este mundo me
siento.De todas maneras hoy es un día diferente. ¿No te parece? Mañana dirán
que la sangre se hizo polvo, y faltará el agua.
─Creo que sí
-confirmó el forastero-.
Padre e hijo se
abrazaron. Los dos hombres, luego del desayuno de café con cecina enrumbaron a
la primera chingana que encontraron en busca de una borrachera de cañazo.
Lo demás es fácil
de contar. A los no sé cuántos canelazos,
buena puntería. El forastero había sido preciso, no esperó un instante más,
sabe Dios de dónde habría sacado el revólver; si parecía tan pacífico. La
primera palabra mal dicha de Llamunaqué─ fue puta, según dijeron los pocos
parroquianos que la oyeron─ irritó al forastero, y entonces el sombrero en el
aire, a balazos.
Aquí nomás termino
también con esta historia. El hombre del sombrero era cadáver. Sí, un despojo
tirado en el suelo, acribillado. El forastero empezó el retorno. Todo había
terminado, como alguna vez lo supuso, tristemente.
(2) Laya: Pala fuerte para remover la tierra.
Del libro:
“Cuentos de Cortometraje” (2005).