Friday, September 25, 2009

WITTGENSTEIN Y SUS PROBLEMAS FILOSÓFICOS/ RÓGER E. ANTÓN FABIÁN

Wittgenstein y sus problemas filosóficos
Por Róger E. Antón Fabián


“Siempre es bueno en filosofía plantear una cuestión en lugar de dar una respuesta a una cuestión. Wittgenstein [1]




Wittgenstein (W) considerado como el filósofo más profundo del siglo XX y uno sobre quien más se ha pensado, en vida solamente publicó un libro: el Tractatus Logico-Philosophicus, que influenció en gran medida a los positivistas lógicos del Círculo de Viena, del que nunca se consideró parte. Tiempo después, el Tractatus fue severamente criticado por él mismo en Los Libros Azules y Rojos y en sus Investigaciones filosóficas, publicados tras su muerte. W fue discípulo de Bertrand Russell quien conseguió que el Tractatus Lógico-Philosophicus fuera publicado en Gran Bretaña y la Universidad de Cambridge le diera la cátedra que desempeñaba en el Trinity College de Cambridge.
Wittgenstein había propuesto que no había problemas filosóficos propiamente hablando, sólo acertijos o adivinanzas, y que la misión primordial del filósofo era la de limpiar el lenguaje de todas las impurezas psicológicas, mitologías, convenciones religiosas o ideológicas que lo enturbiaban y desnaturalizaban el pensamiento.
Bertrand Russell amigo también de Karl Popper, otro genio del siglo XX, había invitado a Popper -llegado recién a Inglaterra para ocupar una cátedra- a realizar una exposición sobre el tema: “¿Hay problemas filosóficos?” y con ello hizo que ambos se encontraran en una celebrada reunión filosófica un día de octubre de 1946, pues para Popper afirmar algo parecido sobre la filosofía en relación con el lenguaje era una tremenda frivolidad intolerable para un filósofo de esa altura y algo que además podía llevar a la filosofía a convertirse en poco menos que una rama de la lingüística o en un mero ejercicio formal despojado de toda significación relacionada con los problemas humanos; más bien éstos eran la materia prima de la filosofía, y la razón de ser del filósofo buscar respuestas y explicaciones a las más acuciantes angustias de los hombres.
Popper confiesa en su autobiografía Búsqueda sin término, que, desde hacía algún tiempo, ardía de impaciencia por probarle a Wittgenstein que sí existían, y de qué modo, los problemas filosóficos.
“Había leído el Tractatus de Wittgenstein algunos años antes de escribir mi tesis doctoral...Para mí resultaba claro que todos estos pensadores (los del Circulo de Viena) buscaban un criterio de demarcación no tanto entre ciencia y pseudo ciencia como entre ciencia y metafísica. Y también me parecía claro que mi antiguo criterio de demarcación era mejor que el suyo. Porque en, primer lugar, ellos intentaban hallar un criterio que hiciese de la metafísica un absurdo carente de sentido, un puro galimatías, y cualquier criterio de esa suerte estaba abocado a conducir a confusión, puesto que las ideas metafísicas son, con frecuencia, las precursoras de las ideas científicas”[2]
Así que con la espada desenvainada Popper comenzó su exposición, a partir de notas, negando que la función de la filosofía fuera resolver adivinanzas y empezó a enumerar una serie de asuntos que, a su juicio, constituían típicos problemas filosóficos, cuando Wittgenstein, irritado, lo interrumpió, entre un silencio eléctrico entre todos los apacibles filósofos británicos presentes, -hay quien dice que tenía un atizador en la mano y que el propio Russel le ordenó soltarlo- gritó, en dirección a Popper: “¡A ver, deme usted un ejemplo de regla moral!”. A lo que Popper: “No se debe amenazar con un atizador a los conferenciantes”.
Todo esto conlleva a reflexión y aunque pensamos que todo se encierra en términos descriptivos dentro de las reflexiones filosóficas quizá la clave del progreso esté en transformar los términos en los que las preguntas se presentan ante nosotros. Los problemas filosóficos admiten distintas formulaciones o enfoques: desde uno más bien científico, hasta el metafísico o el ético y religioso.
El propio Wittgenstein sostiene que la filosofía es una actividad que propiamente no tiene fin así como que la razón humana tiene, en una especie de sus conocimientos, el destino particular de verse acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede contestar, porque superan sus capacidades.
Se podría decir también que cualquier intento de ofrecer una solución directa a un antiguo problema filosófico constituye una forma de evasión filosófica, en tanto que no busca en forma alguna contribuir a nuestra comprensión de cómo es que tales problemas continúan ejerciendo esa fascinación que indudablemente han ejercido en tanta gente a lo largo de tantos siglos.
Wittgenstein trata de enseñarnos que todo lo que queda por hacer a los (buenos) filósofos es limpiar los errores metafísicos que otros (malos) filósofos cometieron así como también el liberarnos de los problemas, una aspiración a alcanzar una perspectiva superior; una perspectiva que dé al filósofo que hay dentro de él mismo un momento de paz, ésas serían las diversas “soluciones filosóficas” que se alcanzan en diferentes momentos. Pero ello es muy sútil: haber dado con una solución no quiere decir haber “acabado” con el problema o con las ansias de la razón humana de encontrar soluciones. Tratar de acabar con esa tendencia de la razón humana a plantearse problemas que le superan sería equivalente a renunciar a nuestra misma capacidad de pensar.
El hecho de que la concepción fundacionalista de la filosofía haya fracasado, no significa el fin de la filosofía. La filosofía puede seguir siendo, no la base de nuestra cultura, sino una reflexión sobre la cultura: el problema de la función de la filosofía y en ese sentido Wittgenstein nos enseña que la virtud principal de la filosofía es ayudarnos a ganar en sensibilidad; ayudarnos a hacer que las preguntas de otros sean auténticas preguntas para uno mismo, teniendo en cuenta que depositar demasiadas esperanzas en una explicación filosófica o en una teoría filosófica equivale a “quedar cautivos dentro de una imagen”[3]

Ahora quizá la habilidad que uno tenga para progresar en filosofía depende sobre todo de la continua disposición para examinar los fundamentos de las propias convicciones filosóficas, a nuestro modesto parecer tanto las artes y la literatura sobre todo nos proporcionan verdades tan importantes para la vida como la ciencia y la filosofía.
La filosofía moderna, al empezar por poner en duda el valor de nuestras intuiciones ordinarias, ha terminado en un dilema aparentemente insuperable: o cientificismo o relativismo, como si la única alternativa al reconocimiento de la limitación de nuestro conocimiento fuera el escepticismo. La clave para escapar de ese falso dilema está en advertir que hablar de los límites de nuestra facultad de conocer es una forma moderna de hablar. Y quizá los límites, contra los cuales (imaginamos) chocar al hacer filosofía, son ilusorios (o, mejor, autoimpuestos).
La tarea de la filosofía es iluminar esas creencias: mostrar cuándo y por qué consideramos que una opinión está bien fundada, o cómo y por qué consideramos que un ser humano leal es mejor que un ser humano desleal, que una persona capaz de amar es mejor que una persona incapaz de amar, que una persona capaz de sentido de la comunidad, de ciudadanía, es mejor que una persona que es incapaz de sentido de comunidad o de ciudadanía; pero no proporcionar los fundamentos de tales creencias. Cuando damos explicaciones sobre nuestra forma de actuar o de pensar, llega un momento en el que no podemos explicar más y tenemos que decir, con Wittgenstein: “he llegado a roca dura y mi pala se dobla (...). Así simplemente es como actúo”[4]
Quizá la diferencia con W consista en que mientras concebimos la tarea del filósofo como hacer ver el misterio que los problemas filosóficos manifiestan, Wittgenstein diría que su último fin es hacer que los problemas desaparezcan completamente (cada vez que aparecen).
Wittgenstein es quien ha heredado y extendido el pluralismo de Kant, al insistir en la idea de que ningún juego de lenguaje merece el derecho exclusivo a ser llamado ‘verdadero’ o ‘racional’ o ‘nuestro sistema conceptual de primer orden’, o el sistema que ‘copia la naturaleza última de la realidad’, o cualquier cosa por el estilo. Esto implica, como es evidente, que los juegos de lenguaje pueden ser criticados (o ‘combatidos’); que hay mejores y peores juegos de lenguaje, y, además que nadie puede apelar, por tanto, a una racionalidad universal como garantía de la verdad de sus afirmaciones.
Que el conocimiento y la verdad no tienen vida fuera del contexto de los procedimientos reflexivos que adoptamos para tratar con problemas que son esencialmente prácticos.
Esto es decir que nuestros conceptos y nuestra vida están entretejidos. Empezamos a ver que la filosofía no se ocupa sólo de cambiar nuestras concepciones, sino también de cambiar nuestra sensibilidad. El resultado más importante que queda en quien estudia o enseña filosofía no es el descubrimiento de unas doctrinas que le ayuden a encontrar un sentido en la vida, sino el desarrollo de una mayor capacidad para apreciar la profundidad y el misterio de lo que significa realmente ser humano.

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[1] Ludwig Wittgenstein, Observaciones Sobre Los Fundamentos de Las Matemáticas, Trad. por Isidoro Reguera (Madrid: Alianza, 1987), 121.
[2] Karl R. Popper. Busqueda sin término, una autobiografía intelectual. Madrid. Alianza Editorial. 1993. p 128.
[3] Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, §115: "Una figura nos tuvo cautivos. Y no podíamos salir, pues reside en nuestro lenguaje y éste parece repetírnosla inexorablemente".
[4] Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, §217.

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