Tuesday, October 30, 2012

Hannah Arendt: Del desierto y los oasis

 Hannah Arendt: Del desierto y los oasis

En 1955, Hannah Arendt dictó en la Universidad de Berkeley el curso "Historia de la teoría política". En estas páginas se reproduce la conclusión recientemente aparecida en español de aquellas clases

 Por Hannah Arendt
 
 
                                Hannah Arendt
 
El crecimiento moderno de la amundanidad [imposibilidad de una comunión de los hombres con el cosmos y entre sí, N. de E.], el declive de todo entre humano [distancia que separa pero al mismo tiempo posibilita el encuentro, N. de E.], también se puede describir como la propagación del desierto. 
 
El primero que reconoció que vivimos y nos movemos en un mundo desértico fue Nietzsche y también fue él quien cometió el primer error decisivo diagnosticándolo. Como casi todos los que vinieron tras él, Nietzsche pensaba que el desierto está en nosotros. Así se revelaba a sí mismo no sólo como uno de los primeros habitantes conscientes del desierto, sino también y por lo mismo, como la víctima de su más terrible ilusión. La psicología moderna es psicología del desierto: cuando perdemos la facultad de juzgar, "de sufrir y de condenar", comenzamos a pensar que hay algo equivocado en nosotros si no podemos vivir bajo las condiciones del desierto. En la medida en que la psicología trata de "ayudarnos" nos ayuda a "ajustarnos" a aquellas condiciones y nos quita nuestra única esperanza; a saber: que nosotros, que no somos del desierto aunque vivamos en él, somos capaces de transformarlo en un mundo humano. La psicología pone todo del revés: precisamente porque sufrimos bajo las condiciones del desierto somos aún humanos y estamos aún intactos; el peligro consiste en que nos convirtamos en verdaderos habitantes del desierto y nos sintamos cómodos en él.

El mayor peligro en el desierto consiste en que hay tempestades de arena; en que el desierto no siempre es tranquilo como un cementerio. Allí donde, al fin y al cabo, todo sigue siendo posible, puede desencadenarse un movimiento autónomo. Esas tormentas de arena son los movimientos totalitarios, cuya característica principal reside en que se ajustan extraordinariamente bien a las condiciones del desierto. De hecho, no cuentan con nada más, y por ello parecen ser la forma política más adecuada a la vida del desierto. Ambos, la psicología -la disciplina de ajustar la vida humana al desierto- y los movimientos totalitarios -las tempestades de arena, en las cuales lo que es tranquilo como la muerte explota repentinamente en pseudoacción- plantean un peligro inminente a las dos facultades humanas que pacientemente nos capacitan para transformar el desierto en lugar de transformarnos a nosotros mismos: las facultades conjuntadas de acción y pasión. Es cierto que cuando somos alcanzados por los movimientos totalitarios o por los ajustes de la psicología moderna sufrimos menos; pero perdemos la facultad de sufrir y con ella la virtud de resistir. Y sólo de aquellos que consiguen resistir el padecimiento de vivir bajo las condiciones del desierto es de quienes podemos esperar que se armen del coraje necesario que se encuentra en la raíz de toda acción, del coraje que convierte a un hombre en un ser actuante.

Las tormentas de arena amenazan también esos oasis en el desierto sin los que ninguno de nosotros podría resistir allí, mientras que la psicología sólo intenta acostumbrarnos a la vida en el desierto de modo que ya no sintamos la necesidad de los oasis. Los oasis constituyen todos esos dominios de la vida que existen independientemente, o al menos en gran medida independientemente, de las circunstancias políticas. Lo que en ellos disuena es la política, es decir, nuestra experiencia plural, pero no lo que podemos hacer y crear en la medida en que existimos en singular: en el aislamiento del artista, en la soledad del filósofo, en la relación inherentemente amundana entre seres humanos tal como existe en el amor y a veces en la amistad "cuando un corazón se dirige directamente a otro, como en la amistad, o cuando el entre, el mundo, asciende en llamas como en el amor". Sin la intangibilidad de esos oasis no sabríamos cómo respirar. Y los especialistas en ciencia política deberían saber esto. Si aquellos que deben gastar sus vidas en el desierto, intentando hacer esto o aquello, preocupándose constantemente por sus condiciones, no saben cómo usar los oasis, se convertirán en habitantes del desierto, incluso sin ayuda de la psicología. En otras palabras, los oasis se secarán si no los mantenemos intactos, y ellos no son meros lugares de "relax" sino las fuentes dispensadoras de vida que nos permiten vivir en el desierto sin reconciliarnos con él.

El peligro opuesto es mucho más frecuente. Su nombre habitual es escapismo: huir del mundo del desierto, de la política, hacia lo que quiera que sea es una forma menos peligrosa y más refinada de aniquilar los oasis que las tormentas de arena, que amenazan su existencia, por así decirlo, desde fuera. Tratando de huir transportamos la arena del desierto a los oasis "como Kierkegaard, tratando de escapar de la duda, introdujo su duda en la religión cuando dio el salto a la fe". La falta de resistencia, el fracaso de reconocer y resistir la duda como una de las condiciones fundamentales de la vida moderna, introduce la duda en el único ámbito en que nunca debió entrar: el ámbito religioso; hablando estrictamente, el ámbito de la fe. Eso es sólo un ejemplo para que veamos lo que hacemos cuando intentamos huir del desierto. Porque aniquilamos los oasis dispensadores de vida cuando vamos a ellos con la intención de huir, parece a veces como si todo conspirase para generalizar las condiciones del desierto.

También esto es una ilusión. En último análisis, el mundo humano es siempre el producto del amor mundi del hombre, un artificio humano cuya inmortalidad potencial está siempre sujeta la mortalidad de aquellos que lo construyen y a la natalidad de aquellos que comienzan a vivir en él. Lo que Hamlet dijo es siempre verdad: "El tiempo está fuera de quicio. ¡Maldita suerte la mía, haber nacido para ponerlo en orden!". En este sentido, en la necesidad que tiene el mundo de los que comienzan para que pueda ser comenzado de nuevo, el mundo es siempre un desierto. Sin embargo, a partir de las condiciones de amundanidad que aparecieron por primera vez en la Edad Moderna -amundanidad que no debería ser confundida con la ultramundanidad cristiana- nació la cuestión de Leibniz, Schelling y Heidegger: ¿por qué hay algo en lugar de nada? Y a partir de las condiciones específicas de nuestro mundo contemporáneo que nos amenaza no sólo con que no-haya-nada, sino también con que no-haya-nadie, puede surgir la pregunta: ¿por qué hay alguien en lugar de nadie? Estas cuestiones pueden sonar nihilistas pero no lo son. Al contrario, son las cuestiones antinihilistas planteadas en una situación objetiva de nihilismo, donde el que no-haya-nada y el que no-haya-nadie amenazan con destruir el mundo.

Traducción: Juan A. Guerrero
Revista de Occidente

                                                                                                           
                                                                     Hannah Arendt.


Hannah Arendt, nacida como Johanna Arendt (Linden-Limmer, hoy barrio de Hannover, Alemania, 14 de octubre de 1906 – Nueva York, Estados Unidos, 4 de diciembre de 1975), fue una filósofa política alemana de origen judío, una de las más influyentes del siglo XX.

La privación de derechos y persecución en Alemania de personas de origen judío a partir de 1933, así como su breve encarcelamiento ese mismo año, contribuyeron a que decidiera emigrar. El régimen nacionalsocialista le retiró la nacionalidad en 1937, por lo que fue apátrida hasta que consiguió la nacionalidad estadounidense en 1951.

Saturday, October 13, 2012

MO YAN: LAS BALADAS DEL AJO (Cap. 20).

  MO YAN 
(Premio Nobel 2012):
 
LAS BALADAS DEL AJO
(Cap. 20) 

 
 Mo yan
Mo Yan.
 
 
Canto al mes de mayo del año 1987; a un proceso criminal acaecido en Paraíso: la policía vino de todas partes, arrestando a noventa y tres de sus conciudadanos. Algunos murieron, otros fueron a la cárcel... 
¿Cuándo verá el pueblo llano el cielo azul de la justicia?
Extracto de una balada cantada por Zhang Kou en una calle del lado oeste del edificio de oficinas del gobierno.

Después de terminar el verso sintió cómo el suelo de la cantina retumbaba. Un trago de agua fresca humedeció su parcheada y abrasiva garganta. Todo lo que escuchó a su alrededor fue un aplauso y de vez en cuando algún grito lanzado por las jóvenes voces: «¡Bravo Zhang Kou! ¡Otra, otra, otra!». Mientras escuchaba sus voces, apenas podía ver los cuerpos polvorientos y los ojos resplandecientes que había ante él. Era finales de otoño y todo el revuelo que desataron los incidentes del ajo acaecidos en el Condado Paraíso se había aplacado. Más de veinte campesinos, entre los que se encontraba Gao Ma, que fue considerado su cabecilla, habían sido condenados a permanecer en un campo de trabajo para reformarse; el jefe del Condado, Zhong «Servidor del Pueblo» Weimin, y el secretario del partido del Condado, Ji Nancheng, habían sido trasladados a otro destino. Sus suplentes, después de entregar una serie de informes a los dignatarios locales, organizaron un programa obligatorio para los trabajadores del Condado con el fin de rastrillar el ajo podrido de las calles de la ciudad y arrojarlo al río Agua Blanca, que pasaba por la ciudad. Calcinado por el sol de mediados de verano, el ajo desprendía un hedor que se extendía por toda la ciudad hasta que un par de tormentas de verano aliviaron el martirio. Al principio, los incidentes fueron la comidilla de todo el mundo, pero las tareas del campo y la conciencia de que el tema se estaba estancando tuvieron el mismo efecto en las conversaciones que el de la lluvia sobre el olor del ajo. Zhang Kou, cuya ceguera le había servido para obtener la clemencia del jurado, resultó ser la excepción. Salvaguardado en una calle lateral que se extendía junto al edificio de oficinas del gobierno, tañía sin descanso su erhu y cantaba una balada sobre el ajo que se cultivaba en Paraíso, donde cada versión se construía sobre la base de la anterior.

... Dijeron que los oficiales amaban al pueblo. Entonces, ¿por qué trataban a la gente como si fueran sus enemigos?
Los gravosos impuestos y los aranceles cobrados por debajo de la mesa, como bestias abominables, obligaron a los campesinos a dirigirse a las colinas.
El pueblo llano tiene una montaña de protestas, pero no se atreve a expresarlas. Ya que, en cuanto abren la boca, las porras eléctricas se la cierran de golpe...
En este punto de su canción algo caliente le aguijoneó sus ciegos ojos, como si las lágrimas se hubieran materializado desde alguna parte de su cuerpo, y recordó lo mucho que había sufrido en la prisión del Condado.
El policía sostuvo la caliente porra eléctrica en su boca hasta que se escuchó cómo crujía.
—¡Cierra el pico, maldito ciego cabrón! —espetó el policía envenenadamente. A continuación, la chisporroteante porra tocó sus labios y un relámpago le golpeó como si le hubieran clavado un millar de agujas. Sus dientes, sus encías, su lengua y su garganta... Un estallido de dolor golpeó la parte superior de su cabeza y descendió por el resto del cuerpo. Un grito salió de su garganta, enviando multitud de escalofríos por toda la columna vertebral. La sangre emanaba de las marchitas cuencas de sus ojos.
—Puedes obligarme a comer mierda —dijo—, pero no puedes hacer que mantenga la boca cerrada aunque quisiera. En mi interior hay cosas que se deben expresar. Yo, Zhang Kou, estoy unido para siempre a la gente del pueblo...
—¡Así se habla, Tío Abuelo Zhang Kou! —gritaron dos jóvenes compañeros—. ¡Hay medio millón de personas en el Condado Paraíso y la tuya es la única boca que se atreve a hablar claro!
—¡Zhang Kou, deberías ser elegido jefe del Condado! —se mofó alguien.
Todo el mundo dice que nuestros líderes locales son elegidos por las masas. 
¿Pero por qué los funcionarios siguen gastándose todo el dinero de sus amos? 
Nosotros, el pueblo llano, sudamos sangre como si fuéramos bestias de carga, sólo para que los oficiales corruptos y codiciosos puedan engordar y no hacer nada.
En este punto de su canción, Zhang Kou pronunció cada palabra con rabia, en voz alta y clara, lanzando a su público a un frenesí de palabrería incontrolada.
—¡Maldición! Se llaman a sí mismos siervos públicos, ¿verdad? ¡Unos demonios chupasangre, eso es lo que son!
—¡Dicen que pueden nombrarte líder del Condado por cincuenta mil yuan al año!
—La residencia celebra a diario un banquete de lujo, con comida suficiente como para alimentarnos durante todo un año.
—¡Están corrompidos hasta la médula!
La voz de un anciano se unió a la discusión.
—Vosotros, los jóvenes, será mejor que tengáis cuidado con lo que decís. Tú también, Hermano Zhang Kou. ¡No olvides lo que le pasó a la gente que destrozó las oficinas del gobierno!
Zhang Kou cantó a modo de respuesta.
—Buen hermano, permanece ahí plácidamente y escucha mi historia...
Apenas empezaron a salir las palabras de su boca cuando varios hombres se abrieron paso a codazos gritando entre la multitud.
—¿Qué hace aquí toda esta gente? Estáis bloqueando el tráfico e interrumpiendo el orden. ¡Disolveos, moveos!
Dándose cuenta enseguida de que las voces pertenecían a los policías que le habían tratado en la prisión, Zhang Kou comenzó de nuevo a tañer su erhir.
Canto a una chica m uy atractiva, con unas hermosas y enormes tetas y una cintura esbelta, que se pasea por la calle, haciendo girar la cabeza a todos los jóvenes...
—¿Zhang Kou, todavía sigues cantando esa mierda de rimas? —preguntó uno de los policías.
—Oficial, no me juzgues de forma precipitada —respondió Zhang Kou—. Como soy ciego, tengo que recurrir a mi boca para poder vivir. No soy un delincuente.
Un compañero joven que se encontraba entre la multitud habló:
—Zhang Kou debe estar agotado después de llevar toda la tarde cantando. Se merece un descanso. Vamos, amigos, rascaos el bolsillo. Aunque no os podáis permitir darle diez yuan, al menos una sencilla moneda de cobre será mejor que nada. Si todo el mundo contribuye, podrá comprarse unos ricos y deliciosos bollos.
Se escuchó el sonido metálico característico de las monedas que caían delante de él y el crujido de los billetes de papel en contacto con el suelo. «Muchas gracias —dijo una y otra vez—. Gracias a todos, jóvenes y ancianos».
—Oficiales, buenos tíos, vuestras raciones proceden del tesoro nacional y recibís un salario suficiente como para no lamentar que se deslicen algunas monedas por entre los dedos. Tened un poco de clemencia con este anciano ciego.
—¡Y una mierda! ¿Qué te hace pensar que tenemos dinero? —respondió airado uno de los policías—. ¡Tú ganas más con media hectárea de ajo de lo que ganamos nosotros jugándonos el culo durante todo el año!
—¿Otra vez hablando del ajo? ¡Seguro que tus nietos son lo bastante estúpidos como para plantar ajo el próximo año! —se burló un joven.
—Eh, tú —demandó el policía—. ¿Qué has querido decir con eso?
—¿Yo? Nada. Lo único que digo es que, para mí, se ha acabado el ajo. De ahora en adelante, voy a plantar alubias y quizá un poco de opio —se quejó el joven.
—¿Opio? ¿Cuántas cabezas tienes sobre los hombros, pequeño rufián? —preguntó el policía.
—Sólo una. ¡Pero me verás pidiendo limosna en la calle antes de plantar un solo tallo de ajo! —dijo el joven, alejándose.
—¡Detente ahora mismo! ¿Cómo te llamas? ¿De qué aldea eres? —exigió el policía, corriendo tras él.
—¡Corred todos! ¡La policía vuelve a la carga de nuevo! —gritó alguien. Entre gritos y lamentos, la multitud se dispersó en todas las direcciones, dejando a Zhang Kou envuelto en un manto de silencio. Ahuecó la oreja para averiguar lo que estaba sucediendo, pero su público fiel se había escabullido como un pez en las profundidades del océano, dejando tras de sí un paño de silencio y el hedor de su sudor.
Desde algún punto en la lejanía llegó el sonido de una corneta, seguida por el ruido de los niños en su camino a la escuela. Sintió sobre su espalda el calor del sol de la tarde propio de finales de otoño. Después de coger su erhu, anduvo a tientas por el suelo para recoger las monedas y los billetes que la gente había arrojado a sus pies. La gratitud inundó su corazón cuando cogió un billete gigantesco de diez yuan y su mano comenzó a temblar. La intensidad de sus sentimientos hacia su anónimo benefactor era insondable.
Después de ponerse de pie, avanzó por la bacheada carretera, bastón en mano, dirigiéndose hacia la estación de ferrocarril y abandonó el almacén al que él y otros viejos vagabundos llamaban hogar. Desde que salió de la prisión, donde fue sometido a todo tipo de abusos físicos, se había ganado la admiración de los ladrones, de los mendigos y de los adivinos de la localidad, los llamados despojos de la sociedad. Los ladrones robaron una esterilla para dormir hecha de junco y suficiente forro de algodón como para prepararle una blanda y confortable cama, y los mendigos compartieron con él su mísero botín. A lo largo de los días y de las semanas fue mejorando, ya que había personas que cuidaban de él, haciéndole recuperar la fe en la naturaleza humana. Por lo tanto, subordinando su propia seguridad al amor por sus amigos marginados, cantó a pleno pulmón una balada sobre el ajo para protestar por el maltrato al que estaba sometido el pueblo llano.
Aproximadamente a medio camino de casa, además del olor familiar de las hojas blanqueadas de un viejo árbol, también percibió la esencia intensa y metálica del aceite resistente al óxido. Apenas tuvo tiempo para reaccionar antes de que una mano se posara sobre su hombro. De manera instintiva, metió la cabeza entre los hombros y cerró los labios con fuerza, esperando ser abofeteado. Pero fuera quien fuera el desconocido, se limitó a reír amistosamente y dijo con voz suave:
—¿De qué tienes miedo? No voy a hacerte daño.
—¿Qué quieres? —preguntó con voz trémula.
—Zhang Kou —dijo el hombre amablemente—, no habrás olvidado lo que una porra eléctrica es capaz de hacer en tu boca, ¿verdad?
—No he dicho nada.
—¿De veras?
—No soy más que un anciano ciego que canta historias para poder vivir. Así es como consigo matar el hambre.
—Sólo pienso en tu bienestar —dijo el hombre—. No más canciones sobre el ajo, ¿me oyes? ¿Qué crees que se va a agotar antes, tu boca o la porra eléctrica?
—Muchas gracias por la advertencia. Lo he comprendido perfectamente, —Eso está bien. Ahora no cometas ninguna locura. Tener la boca demasiado grande es la causa de la mayor parte de los problemas.
El hombre se dio la vuelta y se alejó. Unos segundos después, Zhang Kou escuchó el ruido de una motocicleta arrancando y perdiéndose por la carretera. Permaneció mucho tiempo detrás del viejo árbol sin atreverse a mover un dedo. La mujer que regentaba una tienda de alimentación situada cerca del enorme viejo árbol le vio.
—¿Eres tú, Tío Abuelo Zhang? —le llamó con voz cálida—. ¿Por qué estás ahí? Ven a comer unos esponjosos bollos, recién sacados del horno. Invito yo.
Una risa irónica escapó de los labios del ciego mientras golpeaba el tronco del árbol con el bastón; después, comenzó a lanzar gritos furiosos:
—¡Malditas hienas de corazón oscuro! ¿Realmente creéis que podéis cerrarme la boca tan fácilmente? ¡Sesenta y seis años son suficiente vida para un hombre!
La pobre mujer gritó alarmada.
—Tío Abuelo, ¿con quién estás tan enfadado? ¿Es algo por lo que merezca la pena ponerse histérico?
—Ciego y pobre, mi vida nunca ha valido más que un puñado de monedas de cobre. ¡Cualquiera que piense que puede cerrar la boca a Zhang Kou será mejor que se prepare para revocar los veredictos del caso del ajo!
De vuelta a la calle, comenzó a cantar a pleno pulmón.
La propietaria lanzó un profundo suspiro mientras veía bajar por el callejón la enjuta silueta del anciano ciego.
Tres días más tarde las lluvias de otoño convirtieron la calle lateral en un mar de lodo. Mientras la propietaria de la tienda de alimentación permanecía en el umbral de la puerta contemplando la farola que se encontraba en el otro extremo de la calle, con las gotas de lluvia bailando entre su pálida luz amarilla, experimentó una sensación de soledad y aburrimiento desesperante. Antes de cerrar la puerta e irse a la cama, creyó haber escuchado el sonido de una monótona canción de Zhang Kou rondando su casa. Abrió la puerta de golpe y miró a un lado y a otro de la calle, pero la música cesó. Después de cerrar la puerta, volvió a escuchar la música, más íntima y conmovedora que antes.
A la mañana siguiente encontraron el cuerpo de Zhang Kou desplomado sobre la calle lateral, con la boca llena de un lodo hediondo. Tumbado junto a él se encontraba el cadáver sin cabeza de un gato.
Las nubes de lluvia trajeron consigo el insoportable hedor del ajo podrido, que invadió toda la ciudad. Los ladrones, los mendigos y otros indeseables transportaron el cuerpo de Zhang Kou a través de la calle, lanzando gemidos y lamentos desde el alba hasta que cayó la noche, momento en el que cavaron una fosa cerca del enorme árbol viejo y enterraron a Zhang Kou.
Desde ese día, la propietaria de la tienda de alimentación cada noche escucha cantar a Zhang Kou. La pequeña calle lateral no tardó en convertirse en una calle habitada por fantasmas. Uno por uno, los residentes se vieron obligados a marcharse, salvo la propietaria, que un día se ahorcó en el enorme árbol, uniéndose a la población espectral que moraba en el barrio.
Durante toda la noche Cuarta Tía respiró emitiendo un silbido, tosió y armó mucho ruido, robando el sueño a sus compañeras de celda. La presa a la que llamaban Muía Salvaje maldijo enfadada: —¡Si te estás muriendo, maldita sea, hazlo ya...! —Estoy tratando de no toser, muchacha —dijo Cuarta Tía en tono de disculpa—, y ten por seguro que dejaría de estornudar si pudiera...
La muchacha de cejas largas y hermosas que dormía en la litera situada encima de Cuarta Tía protestó:
—Es un crimen el modo en el que obligan a una anciana enferma a cumplir una condena. Dolida en el alma al recordar la injusticia que se estaba cometiendo con ella, Cuarta Tía sintió cómo las lágrimas inundaban sus ojos y resbalaban por sus mejillas. Y cuanto más pensaba en ello, peor se sentía, hasta que un gemido de agonía ahogó su garganta.
Sus compañeras de celda —aproximadamente una docena en total— se levantaron. Las que tenían el corazón más blando se colocaron el abrigo sobre los hombros y se acercaron a ver qué ocurría, mientras que las que no se conmovían con tanta facilidad se limitaron a protestar y a maldecir.
—¡Déjalo ya! —ordenó Muía Salvaje—. Sabía que esto iba a pasar. Se supone que eras dura como la piedra, pero te has venido abajo fácilmente: ¡cinco años por quemar un edificio del gobierno!
Entre sollozos y respiraciones con silbidos, Cuarta Tía gimió:
—Muchacha, sé que voy a morir en este campo...
Una guardiana con los ojos somnolientos apareció en la ventana y dio un golpe en las barras.
—¿Qué está pasando ahí? ¿Quién está haciendo todo ese ruido a estas horas de la noche? —Informando, oficial —dijo la muchacha de cejas largas—. Número Treinta y Ocho está enferma.
—¿Qué le ocurre?
—No puede dejar de toser y de estornudar.
—Eso no es nada nuevo. Ahora déjalo ya y ponte a dormir. Hay gimnasia a primera hora de la mañana, no lo olvides. Después de que la guardiana se fuera, la muchacha de cejas largas vertió un poco de agua en una taza, la acercó a los labios de Cuarta Tía v sacó de debajo de la almohada algunas pastillas.
—Toma, tía —dijo—, son para aliviar el dolor y la inflamación. Toma un par de ellas, te ayudarán.
—No puedo gastar tus medicinas, cariño —objetó Cuarta Tía.
—Todos estamos metidos en esto —respondió la muchacha—, así que ahora no debes preocuparte por nimiedades como ésta.
La muchacha ayudó a Cuarta Tía a tomar las pastillas.
—Jovencita —dijo llorosa Cuarta Tía—, ¿cómo puedo compensarte por esto?
—Conviértela en tu nuera —intervino Muía Salvaje.
—¿Con los hijos que tengo? —comentó Cuarta Tía—. No se merecen a una persona como ella.
—Y tú, mientras vendes una muía por delante, la cabeza de una tortuga se acerca sigilosa por detrás —soltó la muchacha.
Muía Salvaje se puso de pie airada y la miró directamente.
—¿Con quién estás hablando?
—Contigo —respondió la muchacha desafiante—. ¡Te estoy llamando puta apestosa que vende su coño!
Primero mortificada y luego enrabietada, Muía Salvaje cogió un zapato rayado de cuero y lo arrojó hacia su contendiente.
—¿Que yo vendo mi coño? —gruñó—. ¿Acaso tú no lo haces? Deja de mostrarte tan engreída. Las pequeñas virgencitas no salen vivas de un sitio como éste.
La muchacha de cejas largas se agachó justo a tiempo para que el zapato pasara por encima de ella y golpeara a una mujer con aspecto de comadreja que ocupaba la cama número tres y cumplía condena por ahogar a su propio hijo. Tras recibir el impacto, se puso de pie y golpeó a la muchacha de cejas largas en la cabeza.
Entonces se armó un terrible alboroto, con la muchacha de cejas largas y Muía Salvaje arañándose, la comadreja desatando una tormenta y Cuarta Tía gritando entre lágrimas. Las demás prisioneras se unieron golpeando los barrotes, aullando o repartiendo algunos golpes por su cuenta.
Dos carceleras armadas con porras entraron precipitadamente en la celda y redujeron rápidamente a las combatientes sin preocuparse de hacer distinciones.
—La próxima que haga un solo ruido —amenazó una de ellas—, se queda sin comer tres días. La otra dijo:
—¡Números Veintinueve y Cuarenta, fuera! Os venís con nosotras.
—Yo no he hecho nada —se quejó la muchacha de cejas largas.
—Cierra el pico —dijo la carcelera, recalcando su orden con un golpe bien dirigido de su porra.
Muía Salvaje sonrió tímidamente. —Oficiales, admito que me he portado mal, pero prometo que no volveré a hacerlo. Sólo quiero dormir un poco.
—¡No me vengas con ésas! Vestios y venid conmigo.
Cuarta Tía, doblada por la cintura, intercedió por sus compañeras de celda.
—No las culpe, oficial, todo es por mi culpa. No soy más que una anciana que no es capaz de dejar de toser y de estornudar. Las otras chicas no podían soportarlo.
—Ya basta —dijo la carcelera—. ¡No utilicéis a esta santa madre para que influya sobre nosotras!
Mientras la carcelera condujo a la muchacha de cejas largas y a Muía Salvaje fuera de la celda, Cuarta Tía tuvo que taparse la boca sin dejar de llorar en voz alta. Aquella noche, tuvo una serie de pesadillas. En la primera soñó con que Jinju acudía a visitarla, pero cuando Cuarta Tía avanzó hacia ella, la lengua de su hija embarazada salió de su boca y sus ojos saltaron de sus cuencas. Cuarta Tía se despertó dando un grito, con la piel fría y húmeda. Los cables telefónicos que se extendían por fuera del muro de la prisión emitían un cántico con el viento de otoño. Los rayos de luna atravesaban sesgados la ventana y aterrizaban sobre el rostro de la ladrona que dormía en la cuarta cama. La muchacha, que apenas había madurado como mujer, dormía con la nariz ronzada y rechinando los dientes ante uno de sus sueños.
Cuarta Tía apenas había vuelto a cerrar los ojos cuando Cuarto Tío apareció junto a su cama, con la cabeza ensangrentada, y dijo:
—Madre de mis hijos, ¿por qué todavía sigues aquí? Te quiero a mi lado.
Alargó el brazo para llegar hasta Cuarta Tía, quien de nuevo se despertó asustada. Su corazón latía violentamente. Más allá de la cocina del campamento, cantó un gallo. Un canto más y ya despuntaría el alba.
Sonó el toque de diana. Cuarta Tía salió a duras penas de la cama, se tambaleó brevemente y se desplomó como si fuera una muñeca de trapo. Los gritos de sus compañeras de celda, que estaban haciendo sus camas, hicieron que la carcelera llegara corriendo. Cuando abrió la puerta, Cuarta Tía yacía boca abajo.
—¡Levantadla del suelo! —ordenó la carcelera.
Las compañeras de celda de Cuarta Tía así lo hicieron, con más rapidez que eficacia. A continuación la carcelera llamó al médico del campamento, que le puso una inyección. Tenía la boca crispada y por sus ojos resbalaba un torrente de lágrimas amargas mientras el médico colocaba una tirita sobre un corte que se hizo en la cabeza. Justo después del desayuno, la carcelera dijo:
—Puedes tomarte el día libre, Número Treinta y Ocho. Cuarta Tía se quedó muda de agradecimiento. Después de que las demás internas hubieran formado varias filas en el complejo y marcharan hacia los campos para empezar las tareas del día, un silencio inundó el bloque de celdas, amplificando el sonido de las enormes ratas que se deslizaban por el patio de la prisión y ahuyentando a los hambrientos gorriones que picoteaban algunas migas de pan en el lodo. Algunos de los pájaros se refugiaron sobre la repisa de la ventana, donde giraron las cabezas y fijaron sus ojos negros y redondos sobre Cuarta Tía. Completamente sola, y abrumada por la tristeza, se echó a llorar. Después, una vez que remitieron las ganas de llorar, murmuró:
—Es hora de unirme a ti, esposo...
Se quitó los pantalones, pasó el cinturón alrededor del marco de metal de la litera que estaba encima de la suya y enganchó el botón superior. Otro sollozo, un último pensamiento —esposo, no puedo soportar más esto—, antes de deslizar el ojal del pantalón por encima de su cabeza y dejarse caer hacia delante.
Pero Cuarta Tía no murió, al menos no en ese momento. Fue salvada por una carcelera que pasaba por allí quien, con una sonora bofetada en el rostro, maldijo:
—¿En qué diablos estás pensando, maldita vieja mofeta? Mientras lanzaba un sonoro gemido, Cuarta Tía cayó de rodillas.
—Sé una buena chica y déjame morir, por favor... La carcelera dudó por unos instantes y su rostro adquirió una amable femineidad. Mientras ayudaba a Cuarta Tía a ponerse de pie, dijo dulcemente:
—Vieja Madre, no digas a nadie lo que hoy ha pasado aquí. Será nuestro secreto. Si dejas de armar jaleo y te esfuerzas por ser una prisionera modelo, trataré de hacer que te suelten pronto.
Esta vez, mientras Cuarta Tía caía de nuevo de rodillas, la carcelera la detuvo: —Eres una buena chica —dijo Cuarta Tía—. Pero alguien tiene que pagar por la muerte de mi marido.
—Deja ya de decir esas cosas —la consoló la carcelera—. Encabezar a una muchedumbre para destruir las oficinas del gobierno es un grave delito...
—Perdí la cabeza. Prometo que no lo voy a volver a hacer...
Un mes más tarde, Cuarta Tía fue liberada por prescripción facultativa y poco tiempo después estuvo de vuelta en casa.
El día de Año Nuevo de 1988 era festivo para los varios cientos de prisioneros que se encontraban encerrados en el campo de trabajo. Algunos lo pasaron durmiendo, otros escribiendo a casa y otros se agolparon en el patio que se extendía al otro lado de la ventana de la sala de ocio para ver un programa de variedades en un aparato de televisión en blanco y negro.
Gao Ma y Gao Yang se sentaron en una enorme baldosa de mármol que había en el patio, desnudos de cintura para arriba mientras despiojaban sus chaquetas. Los rayos de sol calentaban el lodo que se extendía a su alrededor y caían sobre su bronceada piel. Aquí y allá otros pequeños grupos de prisioneros se sentaban bajo el sol a conversar entre susurros. Los guardias armados ocupaban las torres que se levantaban más allá de la puerta interior, sin perder de vista ni un instante a los hombres que había abajo. La puerta principal, cubierta con una malla de acero, estaba cerrada con llave. Algunos oficiales del campo cortaban el pelo a los prisioneros, haciendo bromas y riendo alegremente.
Las ratas gigantes entraban y salían de la letrina. En la zona que había entre las dos puertas, un enorme gato negro se había visto obligado a subir a un árbol ante la llegada de un enjambre de roedores.
—Cuando las ratas alcanzan ese tamaño, hasta los gatos se asustan de ellas —comentó Gao Yang.
Gao Ma sonrió.
—Le dije a mi esposa que te trajera un par de zapatos después de primero de año —dijo Gao Yang.
—No le des más trabajo por mi culpa —dijo Gao Ma, visiblemente conmovido—.Tu mujer está muy ocupada con los dos niños. Un soltero como yo necesita pocas cosas.
—Resígnate, primo, y soporta el próximo año de la mejor manera posible. Entonces, cuando salgas, encuentra una esposa y sienta la cabeza.
Gao Ma sonrió lánguidamente, pero no dijo nada.
—Después de todo, eres un veterano del ejército —prosiguió Gao Yang—. Los líderes del campo te han echado el ojo. Sé que puedes conseguir que te liberen pronto si haces lo que te dicen. Podrías estar fuera de aquí antes que yo.
—Tarde o temprano, ¿eso qué importa? —respondió Gao Ma—. Prefiero cumplir la condena por ti para que te puedas ir a casa y cuidar de nuevo de tu familia.
—Primo —dijo Gao Yang—, estamos destinados a tener mala suerte. Para los hombres, sufrir de esta manera no es gran cosa, pero piensa en la pobre Cuarta Tía...
Ansiosamente, Gao Ma preguntó:
—¿No la habían liberado por motivos de salud?
Dudando unos instantes, Gao Yang dijo:
—Mi esposa me pidió que no te lo dijera...
—¿Que no me dijeras qué? —exigió Gao Ma ansiosamente, agarrando la mano a Gao Yang.
Gao Yang suspiró.
—Después de todo, era tu suegra, así que no estaría bien ocultártelo.
—Habla, primo. No me tengas en suspenso.
—¿Te acuerdas el día que vino mi esposa a visitarme? —dijo Gao Yang—. Fue entonces cuando me lo contó.
—¿Qué te dijo?
—Los hermanos Fang son unos malditos cabrones. ¡No merecen llamarse seres humanos!
La paciencia de Gao Ma se estaba acabando.
—Primo Gao Yang, es hora de sacar las alubias de la cesta. Me estás volviendo loco con tu forma de divagar.
Gao Yang volvió a suspirar.
—Muy bien, te lo cuento. El adjunto Yang tampoco es una buena persona. ¿Te acuerdas de su sobrino, Cao Wen? Pues bien, se cayó a un pozo y su familia decidió arreglar un matrimonio en el Inframundo.
—¿Un qué?
—¿Ni siquiera sabes lo que es un matrimonio en el Inframundo?
Gao Ma sacudió la cabeza.
—Es un lugar donde dos personas muertas se unen en matrimonio. Así que, después de que Cao Wen muriera, su familia enseguida pensó en jinju.
Gao Ma se puso de pie de un salto.
—Déjame acabar, Primo —dijo Gao Yang—. La familia Cao quería que el fantasma de Jinju fuera la esposa de su hijo muerto, así que pidieron al adjunto Yang que actuara como casamentero.
Gao Ma apretó los dientes y maldijo:
—¡Que les jodan a sus piojosos antepasados! ¡Jinju me pertenece!
—Eso es lo que me pone más furioso —dijo Gao Yang—.Todo el mundo de la aldea sabía que Jinju te pertenecía. Llevaba a tu hijo en su vientre. Pero los hermanos Fang aceptaron la propuesta del adjunto Yang y vendieron los restos de Jinju a la familia Cao por ochocientos yuan, que dividieron entre los dos. Entonces, los Cao enviaron a alguien para que abriera la tumba de Jinju y le entregaran sus restos.
Gao Ma, con el rostro del color del hierro, no emitió un solo sonido.
Gao Yang prosiguió:
—Mi esposa dijo que la ceremonia superó a cualquier boda normal que hubiera visto. Contrataron a músicos procedentes de alguna parte del Condado, que tocaron mientras los invitados disfrutaban de un gran banquete. Entonces, los restos de Jinju y Cao Wen se colocaron en un ataúd de color rojo intenso y los enterraron juntos. Los aldeanos que acudieron a observar los festejos maldijeron a la familia Cao, al adjunto Yang y los hermanos Fang. ¡Todo el mundo decía que aquello era un insulto al Cielo y un crimen contra la razón!
Gao Ma permaneció en absoluto silencio.
Gao Yang miró a Gao Ma.
—Primo —prosiguió rápidamente—, no te hace ningún bien dar vueltas a este asunto. Han cometido este crimen contra el Cielo, y el Anciano que está ahí arriba los castigará debidamente... Todo es culpa mía. Mi esposa me dijo que cerrara el pico, pero esta boca apestosa que tengo no es capaz de guardar un secreto.
Una sonrisa helada asomó por el rostro de Gao Ma.
—Primo —soltó Gao Yang temeroso—. No concibas ideas raras. Eres un veterano del ejército, así que no puedes creer en fantasmas ni en cosas parecidas.
—¿Qué pasó con Cuarta Tía? —preguntó Gao Ma en voz baja.
Gao Yang carraspeó unos segundos y, a continuación, dijo a regañadientes:
—El día en que los Cao fueron a por los restos de Jinju... se ahorcó.
Un grito de angustia salió de la garganta de Gao Ma, seguido por una bocanada de sangre.
Poco después del día de Año Nuevo cayó una fuerte tormenta de nieve.
Los prisioneros la retiraron con palas y la cargaron en unos carros de mano para depositarla en un campo de mijo cercano.
Gao Ma, el primero en presentarse voluntario, sacó un carro cargado de nieve al otro lado de la entrada. No había apostados más guardianes de los habituales, ya que sólo dejaban salir más allá de la puerta a unos cuantos prisioneros. Por eso, únicamente había un oficial de campo vigilando la entrada, con los brazos cruzados, como si estuviera hablando con un guardián de torre.
—Viejo Li —dijo el guardián—, ¿tu esposa ya ha tenido el bebé?
El oficial, con la preocupación reflejada en su rostro, respondió:
—Todavía no. Ya lleva un mes de retraso.
—No te preocupes —le consoló el guardia—. Como dice el refrán, un melón sólo se cae cuando está maduro.
—¿Cómo no me voy a preocupar? ¿Cómo te sentirías si tu vieja dama llevara un mes de retraso? Qué fácil es hablar.
Gao Ma, empapado de sudor, regresó con el carro vacío.
El oficial le miró con simpatía.
—Descansa un poco, Número Ochenta y Ocho. Pediremos a otro que lleve el carro un rato. —Ese Número Ochenta y Ocho es un buen muchacho —comentó el guardia.
—Es veterano del ejército —dijo el oficial—. A veces es un poco fogoso. Lo cierto es que hoy en día ya no me sorprende nada.
—Si quieres saber mi opinión, esos cabrones de oficiales del Condado Paraíso fueron demasiado lejos —dijo el guardia—. El pueblo llano no se merece cargar con toda la culpa de lo que sucedió.
—Por esa razón recomendé que la sentencia de este preso fuera rebajada. Personalmente, creo que fueron demasiado duros con él.
—Pero así es como son las cosas hoy en día.
Gao Ma se acercó a la entrada con otra carga de nieve.
—¿No te he dicho que descansaras? —le preguntó el oficial.
—Después de sacar esta carga —dijo dirigiéndose hacia el campo de mijo.
—He oído que al comisario adjunto Yu le han cambiado de destino —dijo el guardia.
—Ojalá me cambiaran de destino a mí —dijo el oficial melancólicamente—. Este trabajo es una mierda. No tienes vacaciones, ni siquiera el día de Año Nuevo, y el sueldo es una miseria. Si tuviera otro lugar donde ir, no pasaría un segundo más aquí.
—Si esto es tan malo, te puedes marchar siempre que quieras —apuntó el guardia—. Yo he decidido hacerme empresario.
—Con los tiempos que corren, si eres listo puedes llegar a ser oficial. Pero si no eres capaz de soportarlo, debes ganar el dinero de la mejor manera que puedas.
—Por cierto, ¿dónde está Número Ochenta y Ocho? —preguntó el guardia alarmado.
El oficial se giró hacia el campo, donde la luz del sol hacía que la nieve centelleara con extraordinaria belleza.
La sirena de la torre de vigilancia sonó con fuerza.
—Número Ochenta y Ocho —gritó el guardia—, ¡alto o disparo!
Gao Ma corría directo hacia el sol, casi cegado por su resplandor. El aire fresco de la libertad le envolvía como las olas sobre los campos nevados. Corría como un poseso, ajeno a todo lo que le rodeaba, totalmente decidido a tomarse la revancha. Se elevó en el aire como si cabalgara sobre las nubes y atravesara la niebla, hasta que se dio cuenta con sorpresa de que estaba tumbado sobre la helada nieve, boca abajo. Sintió que algo caliente y pegajoso salía a borbotones de su espalda. Con un dulce «Jinju» entre sus labios, enterró el rostro en la húmeda nieve.
Título Original: T'ien-t ang suan t'ai chich ko
Traductor: Ossés Torrón, Carlos

Autor: Mo Yan


 

Una mujer coloca varios títulos del escritor chino Mo Yan, ganador del Premio Nóbel de Literatura 2012, en la Feria del Libro de Frankfurt.