Saturday, October 05, 2013

ANTOLOGIA DEL MICRORRELATO MEXICANO: LOS PRECURSORES / Por Armando Arteaga

ANTOLOGIA DEL MICRORRELATO MEXICANO: LOS PRECURSORES
  
Por Armando Arteaga
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El microrrelato tiene en México un enorme prestigio.  Es en realidad su prosa de observatorio que puede mostrar al mundo.  Sus precursores tenían conciencia literaria de la síntesis, de la técnica literaria y  de un buen manejo del argumento y el lenguaje depurado.  Genaro Estrada, Mariano Silva y Aceves, Carlos Díaz Dufoo, Alfonso Reyes Ochoa, Julio Torri, y Max Aub, fueron escritores que sobrepasaron “el modernismo”  de las letras mexicanas para entrar en la modernidad del siglo XX.  Verdaderos precursores literarios que animaron y desarrollaron el microrrelato, y que avistaron a otros escritores de la modernidad mexicana como  Juan José Arreola y Augusto Monterroso, que le han dado un enorme prestigio al microrrelato mexicano. (A.A.)

Genaro Estrada (1887-1937)


Nació en Mazatlán, Sinaloa. Fundó  revista Argos y trabajó en la Revista de Revistas. Enseñó en la Universidad Nacional Autónoma de México y fue miembro de la Academia mexicana de la Lengua. Obras publicadas: Nuevos poetas mexicanos (1916), Lírica mexicana(1919), Bibliografía de Amado Nervo (1925) y Genio y figura de Picasso(1935). Poesía: Escalera (1929) y Paso a nivel (1933). Novela: Pedro Galin (1926).

El mendigo

Un oidor y un clérigo pasaban aquella noche por la acera del Real Palacio, empeñados en debatir los sucesos de Guanajuato. Graves noticias llegaban de la Intendencia acerca de motines, actos violentos contra los españoles.
—Y sépase vuestra merced que esas gentes no pueden nada contra el orden establecido —dijo el oidor doblando la esquina de la Moneda.
—Dios protege nuestra santa causa y nos conservará unidos a la Corona por los siglos de los siglos —agregó el clérigo mientras hacía una reverencia al palacio del arzobispo, por cuyo frente atravesaban en aquel instante.
Un mendigo les cerró el paso. Era un indio miserable, casi desnudo, de mirada vivaz, que tendía la mano implorando una limosna.
—Yo os aseguro —reanudó el clérigo— que Nuestra Señora de los Remedios…
—¡Por la Santísima Virgen de Guadalupe, una limosna! —gimió el indio, mientras que los otros le lanzaban una profunda mirada de desprecio.
—¡Por la Santísima Virgen de Guadalupe! —volvió a suplicar frente al oidor, quien se estremeció sin causa y le arrojó una moneda.
Atrás, en el reloj de la catedral, daban las once.


 Mariano Silva y Aceves (1886-1937)

 

Nació en la Piedad de Cabadas, Michoacán. Fue miembro del Ateneo de la Juventud y secretario del Departamento Universitario y de la Universidad Nacional. En la Facultad de Filosofía y Letras, impulsó la investigación lingüística y creo las carreras de lingüística románica y lingüística de idiomas indígenas de México, donde se doctoró en 1933. Obra: Campanitas de plata(1925) 


El componedor de cuentos

Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno malo lo enviaban al componedor de cuentos. Éste era un viejecito calvo, de ojos vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la punta de la nariz, y estaba detrás de un mostrador bajito, lleno de polvorosos libros de cuentos de todas las edades y de todos los países.
Su tienda tenía una sola puerta hacia la calle y él estaba siempre muy ocupado. De sus grandes libros sacaba inagotablemente palabras bellas y aun frases enteras, o bien cabos de aventuras o hechos prodigiosos que anotaba en un papel blanco y luego, con paciencia y cuidado, iba engarzando esos materiales en el cuento roto. Cuando terminaba la compostura se leía el cuento tan bien que parecía otro.
De esto vivía el viejecito y tenía para mantener a su mujer, a diez hijos ociosos, a un perro irlandés y a dos gatos negros.


Carlos Díaz Dufoo (1861-1941)

Carlos Díaz Dufoo, se dedicó al periodismo y a la dramaturgia tanto en España, lo mismo en su México natal, resultaba hasta hace poco un  desconocido. Olvido literario derivado  de una cuestión de mezquindad de tiempo  literario. Dufoo únicamente publicó ficción narrativa: Cuentos nerviosos (1901).





La autopsia

Teodora había alcanzado esa edad en que el espíritu, presa de extrañas alucinaciones, busca en los espacios fulgores desconocidos y en las flores aromas especiales. Sus ojos, abrillantados y radiantes, reflejaban la curiosidad de un alma inquieta, nacida para ser contemplada de rodillas.
Llegó al altar cuando el primer albor de la adolescencia iluminaba apenas su semblante. Allí, en aquella alcoba en donde el ángel de la dicha coloca sigilosamente su dedo en los labios, había encontrado a un hombre frío y reservado, impregnado el espíritu de problemas trascendentales, de casos patológicos, de dudas científicas.
Había pasado de su clínica á la cámara nupcial bruscamente, sin transición alguna, y se encontraba en los brazos de aquella niña como en su cátedra, delante de sus discípulos, en los solemnes momentos de una operación quirúrgica.
Teodora lloró sus desengaños mucho tiempo. Después, la costumbre había alejado las sombras que se proyectaron en su espíritu y la asediaron durante algunos años.
Todas las mañanas veía alejarse a su marido, siempre silencioso, siempre pensativo, después de una noche de insomnio, consultando al reflejo del pálido reverbero que alumbraba tenuemente la cama de palo de rosa en que descansaba ella, las obras de los maestros, sin que sus ojos, posados en aquellas páginas, revelaran una sola idea mundana, un solo destello de vida.
Todos los días, al sonar la una de la tarde, el coche del doctor estremecía las vidrieras de la casa. Momentos después, imprimía sus labios helados y descoloridos en la pensativa frente de la esposa. Comían en silencio, y él penetraba en su gabinete de estudio para no salir hasta hora muy avanzada de la tarde, cuando ya el último rayo había dejado de dorar las cumbres de las montañas.
Teodora paseaba en el bosque su amarga melancolía, y cuando las tinieblas de la noche, confundiéndose con las de su alma, envolvían los caprichosos contomos de los árboles, el coche ganaba las calles de la población, y penetraba en aquel hogar sombrío y taciturno que no turbaba el menor ruido en su reposo.
Una noche Teodora no volvió.
A la mañana siguiente, en el salón de la señora …, corría de boca en boca la noticia de que la hermosa T…, esposa del célebre doctor M…, había abandonado el domicilio conyugal en compañía de un conocido Lovelace, cuyas seducciones mundanales habíanle hecho héroe de numerosas aventuras.
En la solitaria casa de la calle de… la vida no había cambiado. Todas las tardes, a la una, el ruido de un coche estremecía las vidrieras del edificio, y el doctor, frío y silencioso, traspasaba el dintel de aquella puerta, que volvía a cerrarse al darle paso. El transeúnte que a las altas horas de la noche cruzaba aquella apartada vía pública y fijaba su vista en el edificio, podía vislumbrar un pálido rayo de luz que se desprendía de uno de los balcones.
Era el doctor que estudiaba.
II
Aquella noche el doctor había velado más que de costumbre.
Un círculo obscuro circundaba sus ojos, que parecían más cavernosos que nunca. En el fondo de aquellos huecos se adivinaban, mejor que se veían, dos pupilas fijas en un cielo plomizo de melancolía vaga y taciturna.
Salió. Leves gotas de una lluvia, finísima caían en los charcos de las aceras, produciendo pequeñas ondulaciones que se borraban un momento para dibujarse de nuevo. Los coches salpicaban de lodo a los transeúntes. Las pesadas ruedas de los carros se hundían en el fango con un chasquido glutinoso.
En el hospital, los alumnos esperaban al doctor, haciéndose mutuas confidencias de sus aventuras de callejuela. El aire húmedo de la mañana no se hacía sentir en aquella atmósfera impregnada de ácido fénico. Un paso lento y acompasado resonó en los corredores’, los cuchicheos cesaron: era el doctor.
Cuando entró en la cátedra seguido de sus discípulos, la impasible fisonomía del médico se iluminó por un momento. Sus ojos brillaron como dos ascuas de fuego, su tez marchita se coloreó un instante, su frente se levantó orgullosa y firme, y con voz sonora y metálica comenzó su explicación:
— Señores,..
Se trataba del envenenamiento por cianuro.
El doctor pretendía seguir las huellas de la intoxicación por el veneno, é investigar ciertos fenómenos que podían haberse escapado a la experiencia.
Un alumno interrumpió al profesor.
Precisamente se había llevado la noche anterior al anfiteatro el cadáver de una mujer intoxicada por el cianuro, en una madríguera de la prostitución. El cuerpo esperaba la autopsia. Animado por la fiebre de la ciencia, aquel hombre de hielo abandonó el sillón de la cátedra, y, seguido siempre de sus discípulos, penetró en la sala de disecciones.
Una plancha de mármol blanco, opacada por una leve capa grasosa, se alzaba en aquella habitación amplia, a la que daban luz dos anchas ventanas, por donde un rayo de sol, que había roto en aquel momento la obscura prisión de nubes que lo tenía envuelto, penetraba alegremente, yendo a herir un amarillento cráneo, abandonado en el rincón más apartado de la estancia.
El doctor había retirado de su bolsa de operaciones un bisturí ñexible y delgado como la lengua de una víbora. Era otro hombre, su rostro resplandecía; un fulgor extraño iluminaba aquella frente obscurecida por los insomnios; su boca se plegaba por una sonrisa de amor propio satisfecho; su nariz aspiraba con deleite aquel aire cargado de emanaciones de sangre humana.
Trajeron el cadáver.
Era el de una mujer joven y hermosa, sus formas habían sido holladas por el placer sin que perdieran el primitivo encanto de sus líneas. El vicio hizo rodar aquel montón de carne blanca y tersa, de suaves contornos y virginales redondeces.
El doctor se acercó y una palidez mortal cubrió su semblante.
Aquel cadáver era el de Teodora.
Vaciló un momento.
La misma extraña claridad que alumbraba un poco antes sus facciones, marchitas y fatigadas, apareció de nuevo en su rostro.
Se acercó a la plancha, y, buscando en el cuerpo un espacio determinado, hizo la primera incisión con el bisturí.

Alfonso Reyes Ochoa (1889-1959)


Alfonso Reyes nació en Monterrey, Nuevo León.  En Ciudad de México, estudió en la Escuela Nacional Preparatoria y se graduó en la Escuela Nacional de Jurisprudencia.  Alfonso Reyes, que ya apuntaba como un magnífico escritor, se exilia a Madrid (1914) donde permanecerá durante diez años, periodo de intensa actividad literaria que le merecerán ser reconocido internacionalmente como gran maestro y escritor. Borges le consideraba “el mejor prosista de habla hispana de todos los tiempos.

Las dos golondrinas

Benedictine y Poussecafé —las dos golondrinas del ventanillo— están, desde el amanecer, con casaca negra y peto blanco. A veces, se lanzan —diminutas anclas del aire— y reproducen sobre el cielo, con la punta del ala, el contorno quebrado, la cara angulosa de la ciudad.
Benedictine vuelve la primera, y se pone a llamar a su enamorado. Dispara una ruedecita de música que lleva en el buche. La ruedecita gira vertiginosamente, y acaba soltando unas chispas —como las del afilador— que le queman toda la garganta. Por eso abre el pico y tiembla, víctima de su propia canción, buen poeta al cabo.
Al fin, vuelve Pussecafé a su lado. Salta como un clown en el alambre, salta, salta. Salta sobre Benedictine ¡vuelve al aire! Y Benedictine sacude las plumas, y dispara otra vez la ruedecita musical que tiene en el buche.

Julio Torri (1889-1970)



Julio Torri nació en Saltillo, Coahuila en 1889. Se trasladó a la Ciudad de México en 1908 y un año después funda el Ateneo de  la Juventud Mexicana junto con Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Antonio Caso, entre otros. En 1913 se graduó en la Escuela Nacional de Leyes. Fue profesor de literatura española, en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Facultad de Filosofía y Letras. Se doctoró en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Obra: Ensayos y poemas (1917), De fusilamientos (1940), Prosas dispersas (1964) y El ladrón de ataúdes (1987).

Literatura

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.

La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.

Max Aub (1903-1973)



Max Aub, escritor español nacido en París y nacionalizado mexicano. Participó en la guerra civil española del lado de los republicanos. Luego de pasar por un campo de refugiados en Francia y viajar por Argelia, llegó a México en 1942 y participó activamente en la vida cultural. Su obra, más de un centenar de publicaciones, abarca ensayo, traducción, novela, teatro, poesía, y cuento. Obra: Crímenes ejemplares, La uña, Sala de espera y Signos de ortografía.

Crímenes ejemplares

―¡ANTES MUERTA! ―me dijo. ¡Y lo único que yo quería era darle gusto!

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ERA TAN FEO  el pobre, que cada vez que me lo encontraba, parecía un insulto. Todo tiene su límite.

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AQUEL ACTOR era tan malo, tan malo que todos pensaban ―de eso estoy seguro―: «que lo maten». Pero en el preciso momento en que yo lo deseaba cayó algo desde el techo y lo desnucó. Desde entonces ando con el remordimiento a cuestas de ser el responsable de su muerte.

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ERA LA SÉPTIMA VEZ que me mandaba copiar aquella carta. Yo tengo mi diploma, soy una mecanógrafa de primera. Y una vez por un punto y seguido, que él dijo que era aparte, otra vez porque cambió un «quizás» por un «tal vez», otra porque se fue un v por una b, otra porque se le ocurrió añadir un párrafo, otras no sé por qué, la cosa es que la tuve que escribir siete veces. Y cuando se la llevé, me miró con esos ojos hipócritas de jefe de administración y empezó, otra vez: «Mire usted, señorita…». No lo dejé acabar. Hay que tener más respeto con los trabajadores.


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